23.1.19

La psicología junguiana: Una empresa sin base. Reflexiones sobre nuestra identidad como junguianos

Por Wolfgang Giegerich,
1987.

Jungian Psychology: A Baseless Enterprise. Reflections on our Identity as Jungians, artículo publicado en The Neurosis of Psychology: Primary Papers towards a Critical Psychology, Vol. I de sus artículos reunidos en inglés, pp. 153-170 (Spring Journal Books, 2005).

Traducción de Joan Martínez. Revisión de Alejandro Bica.
Con enorme gratitud a Wolfgang Giegerich por permitir la publicación de la traducción en este blog.


1. La cuestión de la identidad como la distinción de la psicología

La cuestión de la identidad no es solo una preocupación práctica y teórica de la psicoterapia en la que tengamos que tratar con las crisis de identidad de nuestros pacientes. También existe un problema de identidad de la propia psicología. Cada psicólogo tiene que justificar ante sí mismo su identidad, y no solo en un sentido personal, no solo en ese sentido en que él también será siempre un paciente, sino también con relación a su cualidad profesional y como teórico. Tiene que dar cuenta de su identidad como junguiano, freudiano o aquello que sea. Esta necesidad de una identidad (sea cual sea) es lo que distingue a la psicología de las ciencias. En física, no existe un problema de identidad de este tipo. No hay newtonianos, helmholtzianos o einstenianos, y si un físico se considerase como tal, dejaría de ser un científico serio.

¿Por qué la física excluye y la psicología conlleva una confesión personal hacia el fundador de una escuela? Para poder hacer una investigación científica de forma adecuada, el físico tiene que limitarse, al menos mientras dure su investigación, únicamente a ese aspecto mínimo y abstracto de la personalidad total que Kant llamó “la consciencia genérica”, mientras que obviamente la psicología arrastra al psicólogo hacia, y lo implica en, un nivel personal, de hecho, un nivel existencial. Cada interpretación psicológica o afirmación teórica es al mismo tiempo también una autorrepresentación del psicólogo. En aquello que digo sobre mis pacientes, inevitablemente revelo quién soy. La psicología, cuanto más apunta hacia su objeto de estudio, más vuelve a remitir, en uno y el mismo acto, a la persona que habla. La psicología es inevitablemente confesional. Jung discutió este hecho con el nombre de “la ecuación psicológica”.

2. La desesperanza de la cuestión de la identidad

Lo incómodo de la psicología es que en ella la identidad profesional que uno tiene se ve inevitablemente contaminada por la propia personalidad. La psicología no es algo puro. Mi trabajo profesional, del que sostengo que tiene cierta validez objetiva, no está solamente de facto, como toda empresa humana, sino también sistemáticamente impregnado de mi ecuación personal en la medida en que declaro que soy un junguiano o lo que sea. Y mi declarada identidad como junguiano conlleva otra contaminación, ya que con una identidad junguiana afirmo tener una identidad con un otro, en concreto con las enseñanzas de C. G. Jung. En otras palabras, mi ecuación personal contiene aquello que no soy y, de este modo, se convierte en una inecuación personal: se supone que soy idéntico a algo o a alguien más. Esto revela la dificultad de la cuestión de nuestra identidad como junguianos, una dificultad que Jung ya entendió por completo cuando dijo que solo él podía ser un junguiano. ¿Cómo, cuándo y con qué justificación podemos afirmar que somos junguianos? ¿Qué criterios se han de cumplir? Esta es la cuestión de la cual nos tendremos que ocupar.

A primera vista, parece que haya una respuesta sencilla. Somos junguianos si las convicciones psicológicas que corresponden a nuestra ecuación personal coinciden con las ideas de Jung. Pero más que ser una respuesta, esta afirmación abre nuevas preguntas. Pues ¿cómo puedo decidir si lo que yo creo coincide o no con los conceptos de Jung? Por supuesto, tenemos la obra escrita de Jung. Pero lo que Jung realmente quiso decir en su obra escrita con conceptos como la individuación, el sí-mismo o el arquetipo es y será un asunto de debate. Diferentes junguianos han dado y darán diferentes interpretaciones sobre ellos, de forma que vemos que la ecuación personal se pone una vez más de relieve.

Para poder justificar ante nosotros mismos nuestra identidad como junguianos, hemos de dar una respuesta a la pregunta de qué es lo verdaderamente junguiano, pero para poder responder a esta pregunta correctamente deberíamos ser unos verdaderos junguianos para empezar. Nos vemos obligados a hacer una petición de principio. La cuestión de la identidad nos lanza hacia una desesperante situación circular. No podemos rechazar la pregunta de qué constituye realmente a la psicología junguiana a no ser que queramos abrazar un estado de indiferencia que resulte insoportable, pero tampoco podemos ofrecer una respuesta satisfactoria porque cualquier respuesta equivaldría a dar una validez absoluta a una interpretación de Jung que estaría sujeta a nuestra ecuación personal.

De forma que estamos atascados. No podemos movernos ni hacia delante ni hacia atrás. Pero si no intentamos escapar de esta situación sin esperanza a través de algún mecanismo de defensa, si por el contrario soportamos honestamente nuestro estar atascados, paradójicamente algo empezará a moverse. Tendrá lugar una inversión. Al principio, nosotros habíamos intentado ser los que daban la respuesta al problema de la identidad. Ahora estamos inmovilizados, y todo lo que nos queda es escuchar lo que la situación sin esperanza pueda decirnos. Mediante este giro, la situación sin esperanza deja de ser el problema a resolver y se convierte en el mensaje a escuchar. Empezamos a entender que la situación aporética “pertenece” de forma obvia y esencial a la cuestión de la identidad y que está debidamente en su sitio. En la medida en que intentemos salir de la aporía, ella impedirá nuestro camino, y creo que con todo derecho. Pero una vez que le permitimos ser, ella misma se convierte en la salida. Nos libera para intuir que no puede haber una respuesta positiva para la pregunta de qué es lo verdaderamente junguiano. No puede haber una lista de requisitos esenciales, una vara de medir que sea segura. Nuestra identidad como junguianos y, del mismo modo, “el verdadero Jung”, son fundamentalmente un asunto de debate. No son algo empírico o fáctico, sino meramente una idea en el alma, un espacio en blanco, por así decirlo, que puede llenarse con todo tipo de contenidos distintos.

El criterio para discernir nuestra identidad como junguianos, concretamente, “el verdadero Jung”, resulta ser una x absoluta. No puede definirse, y no a pesar de la obra escrita de Jung, sino precisamente como algo que existe por escrito. Pues el texto escrito requiere de nuevo una interpretación. Lo que constituye al verdadero Jung es algo desconocido, y fundamentalmente desconocido, y esta es la razón por la que nuestro intento de responder a la pregunta de nuestra identidad junguiana debe tomar la forma del alquímico “ignotum per ignotius”, la forma de una elucidación de lo desconocido por aquello que es aún más desconocido. No debemos dejarnos seducir por nuestros anhelos de unas verdades absolutas para inventar alguna fórmula detallada que nos sirva a modo de una vara de medir segura; no tenemos ningún derecho a ello. Incluso cuando aún estamos haciendo la pregunta sobre la identidad de la psicología ya nos encontramos de lleno en la psicología de lo inconsciente, en medio de lo imaginal, sin ninguna esperanza, si así se quiere decir, rodeados por todas partes de imágenes y de fantasías, no de hechos. Así como Jung dejó claro que lo inconsciente es en realidad algo desconocido, es decir, una x absoluta que no puede reducirse a nada positivo como la sexualidad, las experiencias de la infancia o las condiciones sociales, ahora hemos de darnos cuenta de que “el verdadero Jung” es también una imagen para o una personificación de lo inconsciente, una especie de mancha de Rorschach que le proporciona a cada junguiano un contorno definido-indefinido en el cual proyectar su ecuación personal.

Si, así pues, resulta que nunca podemos llegar a la verdadera interpretación de Jung, sino que siempre tendremos que vivir con muchos “Jungs verdaderos” diferentes, puede que la idea del “verdadero Jung” se vea reducida al absurdo, y podríamos caer en un relativismo en el que cada cual pudiera dar forma a su propia comprensión de Jung según su gusto particular. Todo vale. Pero paradójicamente, esto significaría que tendríamos que seguir aferrados a la positividad. Se insistiría tozudamente en exigir una vara de medir positiva incluso después de haber visto que esta exigencia termina en fracaso y reaccionaríamos a este fracaso meramente con resignación, contentándonos con una especie de “satisfacción en grado cero” del mismo viejo deseo, en vez de permitir que el propio deseo, junto con toda nuestra consciencia positivista, sufra un cambio a raíz de la experiencia de su imposibilidad. No es que la idea del “verdadero Jung” se haya reducido al absurdo; más bien, es nuestro entendimiento literal de esta idea como si hiciera referencia a algo tangible. Allí donde se acepte esta idea como una fantasía en un principio vacía en el alma, podrá convertirse en un catalizador, haciendo posible un entendimiento real y responsable de la psicología junguiana. Que esté vacía y sea desconocida no la descalifica como criterio. Más bien, la cualidad evasiva del “verdadero Jung” es precisamente lo que da la fuerza a esta idea para generar todas las interpretaciones dispares.

Al intuir esto, nuestra pregunta ha cambiado. Ya no podemos intentar encontrar seriamente la verdadera interpretación de Jung para medir nuestra identidad junguiana con ella. Ahora tan solo podemos preguntar de qué manera se relaciona cada junguiano con su propia interpretación de Jung, con su propio “verdadero Jung”, independientemente de que esta sea “correcta” o no. Nuestra pregunta ha pasado de ser una pregunta por el verdadero Jung a ser una pregunta por la verdadera forma o estilo de identidad. Se ha vuelto psicológica. Ahora debemos prestar nuestra atención a las relaciones internas, una variante de las relaciones entre el ego y lo inconsciente, del cual la idea del verdadero Jung ha resultado ser una manifestación o personificación.

3. Fenomenología de los posibles estilos de identidad

La fenomenología de los posibles estilos de identidad que ofrezco a continuación tiene que ver con unos tipos ideales, no con una descripción de personas reales.

La forma de indentidad junguiana que primero viene a la mente probablemente sea aquella en la que el junguiano admira a su Jung como el maestro insuperable. Lo que Jung enseñó se considera como la sabiduría más alta posible, de forma que uno tiene que esforzarse en adoptar y transmitir lo más fielmente que pueda lo que dijo Jung. Aquí parece que nos encontremos en el mundo del pitagórico “autòs épha” (él mismo, el maestro, lo dijo así). Aquí el junguiano se siente más o menos como el portavoz del maestro, su hijo predilecto, con quien el padre espiritual se sentiría encantado. Incluso si un junguiano de este tipo hiciese una nueva investigación, lo haría solo como un ejecutor, no por su propia iniciativa y responsabilidad. Podemos llamar a esta relación que cada uno tiene con su propio Jung con el nombre de ortodoxia. De la misma manera que en la ortodoxia cristiana la copia impresa de la Biblia es el lugar de la verdad, aquí se considera la obra de Jung como el lugar de la verdad y a Jung como el portador de la piedra filosofal, de forma que aquel que le siga de cerca también podrá tomar parte indirectamente de la verdad.

Vemos inmediatamente que este estilo de identidad no es el mejor. Sin tener que considerar ninguno de sus contenidos, podemos decir sencillamente que hay un desequilibrio con respecto a la relación formal entre el junguiano y su Jung. Toda la autoridad descansa en “Jung”, la piedra filosofal se proyecta en él y el junguiano ha perdido su propia identidad. Como discípulo, portavoz y ejecutor, subordina su creatividad personal a la doctrina verdadera, y el grado de este autosacrificio equivale al grado en que Jung es elevado a los cielos. Podríamos decir que aquí el junguiano es completamente junguiano, pero aquel que es aquí completamente junguiano ha dejado de ser él mismo.

De modo que esta no es la manera de obtener una identidad que sea satisfactoria. El junguiano con su ecuación personal no tiene que irse a pique. Si, por lo tanto, se mantiene siendo él mismo y retiene su integridad, llegamos al segundo estilo de identidad. Aquí las enseñanzas de Jung no se adoptan sin ponerlas antes en cuestión. El junguiano tiene sus reservas críticas con respecto a su propio Jung, ya sea que, por ejemplo, ponga reparos en la falta de interés de Jung por las cuestiones clínicas, o con respecto al tema de la contra-transferencia, o que piense que el concepto de Jung de la psique objetiva tenga su origen en una defensa por parte de Jung contra unas interacciones personales vinculantes, o que sus conceptos de “Dios” y del “sí-mismo” sigan estando demasiado enraizados en la tradición patriarcal, o que el proceso de individuación no pertenezca de entrada, como Jung pensaba, solo a la segunda mitad de la vida, sino también a la primera. Me gustaría llamar a esta forma de identidad con el nombre de herejía —no porque, por mi parte, quiera condenar tales pensamientos como heréticos, sino porque la relación inmanente del junguiano con su propio Jung es de tal tipo que él mismo establece una doctrina junguiana ortodoxa que posteriormente ataca.

Al ser esta relación el reverso de la ortodoxia, deja de ser satisfactoria como una relación de identidad. Sin duda, el junguiano ha retenido su ecuación personal, pero el precio que ha pagado por ello es el de reducir su junguianismo. El mismo desequilibrio que encontrábamos en el primer estilo se impone aquí también, solo que en un sentido inverso.

Las dos estructuras de identidad que hemos visto hasta ahora son diádicas. Mientras se conciba la identidad como una relación diádica, el desequilibrio es inevitable. Una vez que esto haya llegado a casa a nuestra consciencia, nuestra necesidad de tener una identidad será llevada más allá de sí misma para intentar llegar a una identidad junguiana por medio de un tercero. Uno podría, por ejemplo, concentrar sus esfuerzos principalmente en difundir la psicología junguiana y en ganar nuevos seguidores, o en instruir al máximo número de personas en psicología junguiana, o en hacer posible para ellas la experiencia de un análisis junguiano para poder confirmar la propia identidad como junguiano mediante este círculo de iniciados en continuo crecimiento. Estas “almas gemelas” serían, por así decirlo, la personificación viviente, los portadores así como los garantes, de la identidad que uno tenga como junguiano. Aquí podríamos hablar de un tipo de identidadmisionera.

Obviamente, esta forma de identidad es también muy discutible. Aquí la propia identidad se ve delegada a los demás, y el propio junguiano puede mantenerse al margen, especialmente al margen de las dudas secretas que puedan acosarle internamente en su relación con Jung. Por un lado, la pertenencia a un círculo de nuevos seguidores es reconfortante y cubre la propia incerteza. Por otro lado, al legar a Jung, uno también puede liberarse de su propia identidad como junguiano, es decir, uno puede escapar a la necesidad de poner en claro sobre la mesa su propia postura enfrentándose a Jung, y luego defender sus ideas bajo su propia responsabilidad.

Otro modo de obtener una identidad por medio de un tercero sería hacer que el hecho de ser junguiano dependa del asentimiento de otros grupos. Se podría entonces buscar el reconocimiento de los demás, por ejemplo, el de otras escuelas de análisis que parezcan tener un respeto científico más alto, por parte de la comunidad científica y académica, o de la sociedad en general. Uno podría tener la necesidad de demostrar que Jung no era “de ningún modo” un místico oscuro o un gnóstico, que él, por el contrario, trabajó como un científico empírico, o que, como mínimo, sus descubrimientos pueden corroborarse por medio de la observación empírica y expresarse en un lenguaje científico estrictamente formal. O se podría querer instaurar unos altos estándares de formación nacionales e internacionales para poder demostrar que el analista tiene un rango equiparable al del médico profesional. O se podrían establecer comités éticos para demostrar, ante la sociedad, la alta respetabilidad moral de la escuela junguiana. Aquí podríamos hablar de una relación de identidad apologética. Aquí el junguiano siente que ha de presentar una apología, por así decirlo, por ser junguiano. Tiene la necesidad de demostrar que, como junguiano, no es un hombre de los bosques.

Sobra decir que esta postura tampoco satisface los criterios de una verdadera identidad. En última instancia, el junguiano está, en este caso, avergonzado de ser un junguiano y un psicólogo. Mira a su propio Jung con un sentimiento de inferioridad y siente que debe compensarlo. La verdad para él no reside en su propia escuela de pensamiento sino en los otros. Ellos poseen la vara de medir con la cual cree que tiene que medirse. De forma que en realidad tiene una identidad escindida: adopta los contenidos de la psicología junguiana, pero todo el mérito y la autoridad se encuentran en aquellos cuyas opiniones teóricas no comparte.

Hay una posibilidad adicional de tener una necesidad de los demás en la cual, sin embargo, no se trata de calmar las dudas internas, como en la situación misionera, o de superar los sentimientos de inferioridad, como en la situación apologética. Aquí el junguiano está profundamente convencido de su comprensión de Jung, pero le sorprende el hecho de que existan tantas visiones diferentes en el espectro total de la psicología junguiana o del psicoanálisis en general que no sea capaz de aceptar. Se siente ahogado por esas otras interpretaciones y siente que debe luchar contra ellas para poder abrir un espacio para que su propio Jung viva y respire. No es meramente que tenga unas objeciones concretas en contra de otras opiniones; más bien necesita de esas otras opiniones, pues al luchar contra ellas, tomando impulso a partir de ellas, puede encontrar la suya propia. A esta forma de identidad le doy el nombre de una identidad polémica.

A primera vista, parece que aquí se haya alcanzado con éxito una identidad auténtica. Pues aquí el “propio Jung” del junguiano tiene una autoridad completa sin reservas y el junguiano encuentra la suya propia en su interpretación de Jung. Sin embargo, aquí también, la identidad se ve perturbada. El hecho de que en el caso de una actitud polémica se necesite de los otros como oponentes, como un trampolín del cual tomar impulso, a fin de que el junguiano pueda llegar a ser él mismo mediante este tomar impulso a partir de ellos, demuestra que en realidad no ha llegado todavía a sí mismo y nunca llegará mientras permanezca en esta actitud polémica. Sin lugar a dudas, la psicología junguiana es su propia psicología; su ecuación personal puede de hecho estar al unísono con “su Jung” y encontrar su realización en este. Pero él propiamente no se encuentra allí donde está su identidad, allí donde está su ecuación personal. Hay algo que se reserva. No ha permitido dejarse caer sin reservas en su ecuación personal, dejando que se convierta verdaderamente en la suya propia, y no disfruta del mero hecho de poseerla. Pone constantemente entre sí mismo y su ecuación personal la lucha contra otras opiniones y por adquirir por primera vez la suya propia.

Ante tantas aberraciones en el camino hacia una identidad junguiana, puede surgir el deseo de obtener por fin algo seguro donde uno pueda apoyarse con una buena conciencia. Es el deseo de una psicología que sea una ciencia empírica. Como un gran ideal para el futuro, puede surgir la visión de un consenso general entre analistas de diferentes tendencias, el deseo de una especie de psicología estándar que se base en ideas y en descubrimientos que provengan de fuentes tan diversas como Freud, Jung, Adler, Winicott, Kohut, Bettelheim, etc. Me gustaría llamar a esta orientación sinóptica, sincretista o ecléctica con el nombre de una estructura de identidadindiferente.

Aquí ya no se produce un desequilibrio interno en la relación de identidad como en las formas anteriores; más bien, toda la cuestión de la identidad ha sido tirada por la borda. Ni mi ecuación personal ni el fundador de una escuela tienen aquí ningún lugar. Ambos se han evaporado en la anhelada validez general de unos descubrimientos científicos abstractos. Jung se ve reducido a ser un precursor de un interés meramente histórico. El aspecto confesional de la psicología ha sido eliminado. Se podría querer celebrar esto como un gran éxito, como el descubrimiento largamente esperado de una tierra firme para la psicología. Pero si se considera qué es lo que se ha perdido junto con el aspecto confesional, se entenderá que, sin duda, puede que la psicología haya adquirido el carácter respetable de una ciencia objetiva, pero solo al precio de haber dejado de ser psicología.

Pues ahora ha sido separada de la psique individual. Ya no está más arraigada en unas personas reales y concretas como sus portadores, en ese individuo histórico llamado C. G. Jung ni en mí como junguiano con una personalidad particular. Porque, juntamente con la confesión, se ha perdido tanto el vínculo afectivo hacia el fundador o, como podríamos llamarlo, la relación de lealtad, y la conexión conmigo mismo (mi subjetividad, mis necesidades y mi estar personalmente comprometido). Se ha convertido en algo abstracto. A pesar de que la psicología todavía siga hablando de sentimientos, ella misma está desprovista de todo sentimiento en la manera en que ahora está constituida. Esto significa que ha renunciado a su cuerpo, a su conexión con la tierra, y se encuentra ahora suspendida en el aire de un intelecto abstracto. En tanto que una ciencia objetiva, ahora pertenece a todos, y a nadie. Intersubjetividad es el nombre oficial para este estado.

Sin una confesión personal ni un vínculo personal a algún fundador de una escuela como el pionero de una tradición de pensamiento, el psicólogo se reduce a ser un crupier, poniendo en juego las fichas de los demás unas contra otras sin arriesgar, en su trabajo teórico, su propio “self” y su destino junto con su ficha.

La pérdida del alma es, por supuesto, un precio demasiado alto, especialmente para la psicología, el “estudio del alma”, aun cuando la ganancia pueda ser de lo más tentadora. ¿Cómo puede una psicología que se ha convertido en una ciencia llevar a cabo su tarea de hacer-alma si ha excluido de su propia autodefinición el vínculo con la psique individual? Por incómodo que sea, el elemento confesional es indispensable para la psicología, porque solo a través de él la conexión con el aspecto concreto de la psique individual se convierte en un elemento integral de la propia definición de la psicología.

El vínculo confesional equivale a una contaminación del carácter científico de la psicología. En el hecho de que el psicólogo haya de tener algún tipo de “–iano” (junguiano, freudiano, etc.) la psicología tiene su talón de Aquiles. Es el punto débil de su intelectualidad. Pero esta debilidad es la abertura a través de la cual únicamente aquello que es propio de la psicología, en concreto, el alma real y viviente, puede entrar, el alma que, a pesar de que sea transpersonal, está sin embargo siempre ligada a unos individuos particulares y enredada con los sentimientos. Eliminar el elemento confesional de la psicología sería lo mismo que eliminar la transferencia de la terapia. Pues las estructuras de identidad no son más que los estilos de transferencia en el nivel teórico de la psicología. El hecho de que tengamos que preguntar por “nuestra identidad como…” es una prueba de que la transferencia no es solo un contenido de la psicología y un objeto de sus observaciones y labores prácticas. La transferencia permea también a la propia psicología, a la psicología como un cuerpo noético de teoría. La psicología no es, como una ciencia, una superestructura teórica por encima de la práctica terapéutica. Teoría y terapia no tienen la relación de una idea pura y su aplicación. Están entrelazadas. En psicología estamos en un mundo invertido donde tanto la teoría como la práctica son el término genérico el uno del otro, ya que ambos son parte de y están contenidos en el mismo proceso psíquico que es el objeto de sus labores de estudio y tratamiento. Y no hay salida. La transferencia, con toda su impureza intelectual, es el punto de referencia de la psicología. Involucra al paciente y al terapeuta, la teoría y la práctica, la psicología y el proceso-del-alma, la validez general de la doctrina intelectual y la confesión personal, lo uno con lo otro.

Una vez que se ha excluido el elemento personal de la definición de la psicología, ya no puede recuperarse por medio de ninguna actividad que se base en esta definición. Si en los círculos donde una psicología científica estándar parece ser el ideal, el trabajo con la transferencia personalista y las reacciones de contra-transferencia se consideran el Alfa y Omega de la terapia, esta obsesión puede deberse también al hecho de que la lealtad personal que ha sido reprimida de la fundación teórica de la psicología regresa como una preocupación personalista en la psicología. Todo lo que no está erinnert [interiorizado], se lleva a cabo de forma compulsiva.

4. La verdadera identidad

Ninguno de los seis estilos de identidad que hemos presentado es convincente. Sin embargo, cada uno representa un ingrediente de una verdadera relación de identidad. De este modo, podríamos decir que cada uno de estos estilos ha puesto como absoluto un único momento de verdadera identidad: en la ortodoxia, la lealtad a la persona y a la autoridad de sus textos; en la herejía, la independencia del junguiano; en la actitud misionera, la preocupación y la intuición de que la identificación no debe, como en la ortodoxia, ser la identificación total del ego; en la postura apologética, el sentido evidente de la naturaleza incómoda de un apego a una figura pionera, el cual, siendo algo muy personal, se protege a sí mismo detrás de un sentimiento de vergüenza; en la variedad polémica, es el sentido de lo peligroso y lo apasionado inherente al dejarse caer implacablemente en la verdadera identidad, en ser uno mismo; y en la posición de la indiferencia es el conocimiento de que “la psicología” no puede ser meramente la realidad totalmente subjetiva de un credo personal.

Al principio descubrimos que la cuestión de la identidad era inescapable. La discusión sobre el último estilo de identidad ha demostrado que también es indispensable. Pero hasta ahora no hemos encontrado una forma de identidad que sea satisfactoria. Obviamente, la verdadera identidad no es un asunto sencillo. De hecho, es una especie de adýnaton, algo “imposible”, en la medida en que tiene que ser una reconciliación de los opuestos. Aquí regreso a mi idea de la inecuación que ha de estar contenida en la ecuación personal si es que ha de haber algo así como nuestra identidad como junguianos. “Nuestra identidad” como junguianos requiere que comojunguianos nos mantengamos siendo nosotros mismos y no nos castremos subordinándonos a la autoridad de nuestro maestro; “nuestra identidad como junguianos”, por otro lado, requiere que el pensamiento junguiano llegue a sí mismo dentro de nuestro pensamiento y no se seleccione arbitrariamente ni se modele según nuestros gustos personales. Y la obra maestra será encontrar un estilo de identidad que logre un acuerdo entre estos dos opuestos, una identidad que sea la unidad de la identidad y la no-identidad. Debo seguir siendo yo mismo y, sin embargo, al mismo tiempo no ser yo mismo.

Todas las formas de identidad a las que nos hemos referido o que hemos discutido hasta ahora no soportaban esta contradicción. O bien se colocaban a un lado a través de la subordinación o la autoafirmación, o bien interponían algún tercero y de este modo escapaban a la aspereza de la contradicción. Por lo tanto, podían aferrarse a la identidad de la lógica formal, A = A, y rescatar esta idea incluso en o para la psicología. El mundo permanecía intacto, seguro, lógico. En el momento, sin embargo, en que soporto la contradicción y entro en la “locura” de la transferencia, la propia idea o definición de identidad se hace pedazos. Intelectualmente pierdo el suelo firme debajo de mis pies y caigo en las profundidades. La fiabilidad del mundo, que descansa en el principio lógico de la exclusión, queda destruida. Un acontecimiento perturbador muy parecido al que le ocurrió a Nietzsche en el nivel de la experiencia personal me ocurre ahora en el nivel intelectual de mi pensamiento sobre mí mismo y el mundo, en el nivel de mis premisas ontológicas:

“Da, plötzlich, Freundin! Wurde eins zu zwei — Und Zarathustra ging an mir vorbei… (de “Sils-Maria”, en: “Lieder des Prinzen Vogelfrei”). (Y, súbitamente, ¡amiga mía! De Uno se hicieron Dos — Y Zaratustra pasó por delante de mí…)

Solo si me sumerjo en la no-identidad conmigo mismo, solo si y en la medida en que también no soy yo mismo, sino que encuentro a mi propio “Zaratustra” interno, por así decirlo, puedo encontrar mi identidad como, por ejemplo, junguiano. Mientras sea completamente idéntico a mí mismo de acuerdo con la fórmula de A = A, me tomo a mí mismo como un hecho positivo y estoy en esencia cerrado, irreversiblemente encerrado en mí mismo. Solo cuando el suelo firme se abre debajo de mis pies y caigo en mi propio desconocido, en el infinito interno de mi “Zaratustra”, estoy en ese punto en el que puedo verdaderamente ser uno con Jung, del mismo modo que, en general, una identidad entre dos diferentes solo es posible en el infinito, como en el amor entre dos personas. El ejemplo del amor, que después de todo es una experiencia empírica posible y real, demuestra que no estoy hablando de un infinito trasmundano, sino de ese infinito que puede conocerse y experimentarse en esta tierra. Es un infinito que me pertenece como hombre finito y que puede encontrarse con unas formas concretas, como Zaratustra, Filemón, el lapis, un animal totémico o como quiera que sea, si uno se sumerge a partir de su identidad personal en su propio desconocido. Estoy hablando de ese desconocido al que normalmente se alude con el término de ‘inconsciente’, especialmente de ‘inconsciente colectivo’, un nombre, sin embargo, que hace tiempo que se ha vuelto algo desgastado. El hecho de que el amor sea el modo preeminente de la identidad entre diferentes, hace que sea probable que nuestra identidad como junguianos, también, como cualquier relación de transferencia, no sea posible sin el elemento del amor.

¿Por qué el infinito puede conceder una identidad entre lo diferente? Mi infinito no es mío, el de Jung no es suyo, sino que ambos somos suyos. Por muy diferentes que sean las figuras y los símbolos concretos con los que lo desconocido o lo infinito de cada uno pueda mostrarse, el plano de ese infinito, sin embargo, es uno y el mismo y, de este modo, común a todos, siempre y cuando hayan sido asignados a él como siendo suyos. Nuestra identidad junguiana no se basa en algunos contenidos doctrinarios ni en nada positivo, sino más bien en una grieta, una caída súbita, un agujero, en eso infinitamente desconocido que es totalmente una X, incluso cuando se ha experimentado y ha tomado una forma concreta.

El despedazamiento de nuestra identidad personal y la caída en lo insondable es, en un sentido general y abstracto, la condición de una posible identidad con cualquier otro diferente. Pero además, también nos une muy concretamente con Jung en particular. Esto se hace evidente si recordamos que aquello que el nombre de Jung significa para nosotros, por encima de todo, es precisamente ese hacerse pedazos en el sentido del “De Uno se hicieron Dos”. Mencionaré solo tres hechos bien conocidos para apoyar esta afirmación. En primer lugar, Jung experimentó en su vida personal la caída del Uno al Dos. En el 12 de diciembre de 1913, Jung abandonó toda resistencia y se dejó caer. Entonces fue, nos cuenta en Recuerdos, como si el suelo hubiera cedido literalmente bajo sus pies y como si hubiera caído en un oscuro abismo. Así empezó su descensus ad inferos y el despedazamiento en él de la identidad lógico-formal. En segundo lugar, desde muy temprano Jung distinguió, en la concepción de sí mismo, las personalidades Nº 1 y Nº 2. En tercer lugar, toda su psicología, con sus distinciones entre lo personal y lo inconsciente colectivo-arquetipal, entre el ego y el sí-mismo, entre la primera y la segunda mitad de la vida, no es sino en el fondo una gran elaboración y confinamiento, dentro de la vasija de una theoria, de este despedazamiento.

Ahora quizá entendamos que nuestro propio camino personal al inframundo no nos aísla, sino que nos otorga una comunidad y una identidad, y que, conversamente, nuestra identidad como junguianos no nos aleja de nosotros mismos ni nos priva de nuestra independencia. Cuanto más me abandono a la Psicología junguiana, más me obtengo a mí mismo, ya que mi pérdida de mí mismo es aquí mi propia entrada a lo desconocido. Si este es el caso, ser junguiano ya no significa más aferrarse como un esclavo, en el sentido de un culto personal, a la persona de Jung o a la letra de su obra, pues mi lealtad no pertenece a lo que es positivamente tangible de Jung, sino a ese infinito interno al cual él nos dirige. Entender a Jung significa encontrar la psique objetiva bajo la propia responsabilidad de cada uno. Del mismo modo que mi identidad personal debe hacerse pedazos si mi identidad como junguiano ha de ser posible, así también, Jung como persona y como un opus debe pasar de ser un Uno idéntico a sí mismo a ser un Dos para mí.

5. El triángulo de la relación de identidad

Al final de su artículo en Harvest 1985, David Black dijo con respecto a Jung: “Nuestra lealtad no puede dirigirse a ningún precursor, no importa cuán admirable sea; debe dirigirse a nuestros pacientes…” (1). Aunque es cierto que nuestra lealtad debe dirigirse a nuestros pacientes, no debemos, sin embargo, aceptar la disyuntiva absoluta a la que aquí se lleva a Jung y a nuestros pacientes. ¿Cuándo tiene uno que pensar de este modo? ¿Cuándo se trata de una cuestión de lealtad o bien a algún precursor o a nuestros pacientes? Solo cuando uno se mantiene en el plano de la identidad positiva, de A = A. Por supuesto, tiene que haber un conflicto de lealtad si Jung es exclusivamente idéntico a sí mismo y mi paciente es, del mismo modo, exclusivamente idéntico a sí mismo. Entonces solamente podré ser siempre leal a uno o al otro. Pero ¿no hemos de ver que precisamente si me decido por la lealtad a mi paciente y no a Jung, habré traicionado a mi paciente en un sentido mucho más profundo, no a pesar, sino a causa de este tipo de lealtad (disyuntiva)? Pues en el modo en que ahora concibo a mi paciente, lo he identificado consigo mismo, lo he anclado en su positividad y, de este modo, lo he privado desde un principio de su infinito interno. La mayor labor terapéutica no podrá compensar esta castración fundamental. El proceso terapéutico se verá limitado a aquello que los límites de la positividad, marcados cuidadosamente por esta postura teórica, permitan. Si de verdad quiero hacer justicia a mi paciente, no debo confundirlo con su personalidad positiva y empírica. Él, también, es fundamentalmente algo más y alguien diferente de sí mismo; él, también, es su propio “Zaratustra” interno, con el cual, sin embargo, no es idéntico en el sentido de la lógica formal. No es sin ningún propósito que Jung citaba repetidamente el adagio de que “Sois dioses” (Juan 10:34).

¿Cómo puede haber una coniunctio oppositorum en terapia si la terapia se coloca dentro de una actitud disyuntiva? Nuestra actitud no ofrece entonces ninguna vasija en la que el proceso conjuntivo pueda fluir. Si se da una alternativa entre la lealtad a Jung o al paciente y si en estas circunstancias uno necesariamente se decanta por el paciente, entonces se habrá creado una situación puritanamente clara, pero también, al concebir la relación terapéutica como diádica, uno se habrá definido a sí mismo y al paciente como inequívocamente idénticos a sí mismos, como idénticos a mi o a su positividad, respectivamente. Sobre esta base, una verdadera psicología de lo inconsciente, una psicología que tome consciencia de lo insondable, lo desconocido y lo infinito de mí mismo así como de mi paciente es completamente imposible. Solo si mi lealtad no es clara ni inequívoca, sino que está rota y dividida, solo si no estoy diádicamente a solas con mi paciente sino que, en el sentido de una relación triangular, participa una tercera persona invisible que no está presente física y literalmente, solo entonces habrá, en el quebrantamiento de mi lealtad, una abertura en la relación terapéutica a través de la cual la naturaleza infinita del no-ego, lo divino en el hombre, pueda entrar. En relación con esto, me gustaría mencionar el importante libro de David Miller sobre la Trinidad, Three Faces of God. Como aquí no se da una relación con el otro a través de un solo hilo, sino que un tercero entra en escena, ninguno de los dos participantes literales se puede fusionar consigo mismo o con el otro. El tercero sacará a cada uno de una identidad total consigo mismo así como de una identificación con el otro. De este modo, en el centro de este triángulo, el triángulo “yo—paciente—Jung” o “yo—fenomenología del alma—teoría junguiana”, podrá surgir ahora algo nuevo, un punto que solo existe en virtud del vínculo de compromiso y de la tensión diferenciadora entre los tres. En este punto, que es, por así decirlo, el Cuarto de los Tres, la cuartaesencia, si así se quiere, los tres podrán encontrar su forma concreta personal así como su identidad en común. Este punto no es nada positivo, no existe literalmente. Es un “des-” o un “in-”: desconocido, inconsciente, oscuro, infinito, insondable y, si la expresión no estuviera tan cargada de connotaciones negativas, también oculto. Es el punto buscado por los alquimistas bajo el nombre de lapis, por mencionar solo un ejemplo.

Allí donde prevalece este triángulo, no necesito proyectar la piedra filosofal en Jung, ni tengo que reclamarla para mí mismo, ni tengo que delegar la tarea de adquirirla a mis pacientes en el sentido de la estructura de una identidad misionera. El lapis, por usar solo esta imagen, no le pertenece a nadie. Pero somos suyos. Es lo que le da a cada uno de los tres dignidad, un suelo firme y singularidad, y que, sin embargo, también los une. Es la unidad de la identidad y la no-identidad, de la independencia y la lealtad, de la libertad y la ligadura.

Para Jung, que no podía valerse de una psicología junguiana que existiera fuera ni antes de él, había sin embargo un tercero al cual dirigió su lealtad, aparte de a sus pacientes. Fue, además de la mitología, sobre todo la alquimia, lo que Jung, como sabemos, vio como una especie de psicología implícita. Hoy hay una tendencia creciente entre los junguianos en basar la psicología junguiana, también, en el suelo firme de la observación científica de la primera infancia. De forma que el hecho de que Jung basara su psicología en tradiciones como la alquimia puede considerarse como una debilidad crucial. Pues —y aquí estoy en deuda con el artículo mencionado de David Black, que considero muy pertinente y excelente en su brevedad, aunque no pueda estar de acuerdo con las conclusiones que saca— la alquimia y las tradiciones similares no son de ningún modo algo estable; son vagas y oscuras, nada en lo que una ciencia pueda basarse. “Nos creemos [dice Black] que estamos mirando el mundo de las Formas platónicas; y en realidad estamos mirando una mancha de Rorschach”. Si intentamos reflejar nuestras convicciones psicológicas a través de la alquimia, la mitología o algo por el estilo, “estamos en un páramo de espejos” “en vez de estar en un paisaje”. Y, por lo tanto, sugiere Black, “hemos de encontrar algo, diferente a la psicología, con lo que la psicología pueda compararse”, y “la cosa más segura, diferente a la psicología, con lo que la psicología puede compararse” es para él el infante, quien, debido a su incapacidad para hablar, debe y puede ser observado científicamente desde fuera (2).

6. Insondabilidad

Sin duda, se deberá pensar de este modo si se quiere dar a la psicología un estatus científico. Al que piensa de esta manera se lo puede comparar con un hombre sabio que construye la casa de la psicología encima de una roca, sobre una base positiva. Pero es uno y el mismo acto el que convierte a la psicología en una ciencia segura por medio del objeto, diferente de la psicología, con la que esta puede compararse, el que también excluye de la psicología precisamente aquello sobre lo que la psicología realmente trata. Me gustaría mostrar esto a través de la metáfora de la mancha de Rorschach.

En el test de Rorschach, no estamos interesados en la mancha positiva y empírica cuyo tamaño podemos medir y cuya forma podríamos determinar con exactitud mediante un sistema de coordenadas. Lo que nos interesa son las afirmaciones que cada persona hace sobre aquello que se ve en la mancha. Y para nuestra evaluación del test no comparamos la afirmación con la mancha, sino que comparamos las diferentes afirmaciones entre sí. La mancha es solo la indicación dada de forma concreta, por otra parte indefinida, que le permite a la psique desconocida, como nuestro auténtico objeto de interés, mostrarse a sí misma. La mancha es como un puente que uno quema una vez que lo ha cruzado. Si deseamos con avidez un punto de Arquímedes fuera de la psicología, si no comparamos la psicología con la psicología, afirmación verbal con afirmación verbal, sino la afirmación psicológica con el así llamado paisaje ‘real’ exterior, es decir, con el comportamiento pre-verbal del infante, entonces esto no será de ningún modo psicología. Como mucho será una física del comportamiento y del sentimiento. Significaría estudiar empíricamente la mancha de Rorschach literal que en sí misma no tiene ningún tipo de interés psicológico. Además, significaría atar de nuevo al alma a la misma cosa de la cual estaba justamente a punto de tomar impulso, de hecho, significaría enterrar de nuevo al alma en la facticidad de la mancha. Y, al mismo tiempo, uno sería presa del mismo peligro que todo este movimiento se supone que iba a evitar. Pues el niño que no habla es, por supuesto, simplemente otro tipo de mancha de Rorschach sobre la cual proyectar nuestras fantasías, y la mancha más oscura para ello, y la observación científica de esta mancha, por lo tanto, no equivale a nada más que a una enorme ‘performance’, si bien metodológicamente guiada, de un test extendido de Rorschach. Ahora incluso podemos empezar a ver a través de la física y entender que la física no tiene nada que ver con el conocimiento (en el sentido más estrecho) y la verdad.

La psicología, en lugar de colocarnos delante de paisajes, tiene la tarea contraria, la tarea de transformar todo lo positivamente dado en un espejo o en una mancha de Rorschach y de enseñarnos a verlo como tal, de forma que gracias a nuestro mirar interpretativo (y esto significa siempre proyectivo), la psique objetiva inconsciente pueda pasar a un primer plano. Si no nos implicamos de forma subjetiva, si no nos arriesgamos a hacer interpretaciones y a elaborar teorías, de ninguna forma puede haber psique. La psique, y aquí tengo en mente la psique objetiva, no existe ahí fuera como una cosa, de forma independiente de nuestra subjetividad, ya que la objetividad que aquí está en cuestión es la objetividad de la psique, no de la física.

La psicología tiene que construir su casa en la arena, y solo entonces puede tener la esperanza de producir lo incorruptible en el sentido de la alquimia. Tales son los caminos 'perversos' de la psicología. Tiene que reflejarse a sí misma en un páramo de espejos, porque en el mundo invertido de la psique, son los espejos los que producen por primera vez el objeto que ha de reflejarse entre ellos. Tiene que comparar afirmaciones psicológicas oscuras con afirmaciones psicológicas oscuras, porque solo como el resultado de ese acto de comparar podrá la psique objetiva como un tercero intangible hacerse visible. En física hablamos de lo que existe positivamente delante y fuera de nosotros, y aquello de lo que la física habla es también su objeto último de interés. El objeto de la psicología, sin embargo, no es aquello sobre lo que versan nuestras afirmaciones. Más bien, el objeto es aquello a lo que solo se apunta o se alude desde atrás a través de esas afirmaciones o imágenes nuestras como si fuera, por así decirlo, algo irreversiblemente desconocido. El objeto propiamente dicho de la psicología es siempre la no-identidad interna de lo que dicen nuestras imágenes y afirmaciones.

En el momento en que escogemos algo objetivo y positivo fuera de la psicología como un punto fijo de comparación, nos hemos salido de nuestra implicación en el triángulo terapéutico con su infinito interno, o aspecto desconocido, o no-identidad. Una verdadera psicología encuentra su identidad solo en su no-identidad. Esta es la razón por la que Jung puede decir de forma bastante impertinente que la psicología “debe sublarse a sí misma como ciencia, y precisamente al hacer esto consigue su objetivo científico” (CW 10 § 429, trad. modif.) [3]. Esta afirmación está dicha desde dentro de una comprensión de la identidad de la identidad y la no-identidad. Es la inexplicable impertinencia de la psicología esperar que la mente natural acepte esta idea, y exigirlo no solo de una vez y para siempre en un momento de reflexión teórica, como aquí, sino en cada paso. Tenemos nuestra identidad como junguianos (o podría decir: como psicólogos, que sería lo mismo) si, en cada cosa que experimentamos, de Uno se hacen Dos para nosotros; si nos experimentamos no solo a nosotros mismos, a nuestros pacientes y la psicología junguiana, sino también cada fenómeno particular y cada afirmación individual como teniendo un doble fondo, sin fondo.

Pero entonces también se aplica lo contrario: cada persona, no importa de qué escuela psicológica sea, para quien de Uno se hayan hecho Dos en la forma en que ve el mundo, cada persona que en su propia base teórica penetre tan consistentemente en las profundidades que se sumerja en la insondabilidad de su propio suelo, es ipso facto un ‘junguiano’ a pesar de que no haya oído nunca hablar de Jung. Esto también implica que un junguiano no tiene por qué aislarse de otras psicologías. Es su tarea también asimilarlas, no de forma sincretista, por supuesto, no meramente en esa positividad con la que puedan presentarse, sino de un modo tal en que se disuelvan o se desintegren en una verdadera psicología, es decir, de un modo en el que dejen de ser descripciones de un ‘paisaje’ visto desde fuera y entren en el páramo primigenio de los espejos y en el juego de sus reflejos.

Notas

1. David Black, “Some Thoughts on the Future of Analytical Psychology or The Exclamation-Mark of Dr. Scwartz-Salant”, Harvest 1985, p. 31.

2. Ibid., p. 29.

3. La referencia correcta es CW 8 § 429. Corrección hecha por W. Giegerich en una notificación personal el 21 de enero de 2019 [N. del T.].