27.8.10

Genialidad y sano sentido común

Fragmento de la Fenomenología del espíritu, G. W. F. Hegel.


Tanto como el comportamiento razonador entorpece el estudio de la filosofía la figuración no razonable de verdades establecidas, sobre las que quien las posee cree que no hace falta volver, sino que basta con tomarlas como base y expresarlas y enjuiciar y condenar a base de ellas. Vista la cosa por este lado, es especialmente necesario que la filosofía se convierta en una actividad seria. Para todas las ciencias, artes, aptitudes y oficios vale la convicción de que su posesión requiere múltiples esfuerzos de aprendizaje y práctica. En cambio, en lo que se refiere a la filosofía parece imperar el prejuicio de que, si para poder hacer zapatos no basta con tener ojos y dedos y con disponer de cuero y herramientas, en cambio, cualquiera puede filosofar directamente y formular juicios acerca de la filosofía, porque posee en su razón natural la pauta necesaria para ello, como si en su que no poseyese también la pauta natural del zapato. Tal parece como si se hiciese descansar la posesión de la filosofía sobre la carencia de conocimientos y de estudio, considerándose que aquella termina donde comienzan éstos. Se la reputa frecuentemente como un saber formal y vacío de contenido y no se ve que lo que en cualquier conocimiento y ciencia es verdad aun en cuanto al contenido, sólo puede ser acreedor a este nombre cuando es engendrado por la filosofía; y que las otras ciencias, por mucho que intenten razonar sin la filosofía, sin ésta no pueden llegar a poseer en sí mismas vida, espíritu ni verdad.

Por lo que respecta a la filosofía en el sentido propio de la palabra, vemos cómo la revelación inmediata de lo divino y el sano sentido común que no se esfuerzan por cultivarse ni se cultivan en otros campos del saber ni en la verdadera filosofía se consideran de un modo inmediato como un equivalente perfecto y un buen sustituto de aquel largo camino de la cultura, de aquel movimiento tan rico como profundo por el cual arriba el espíritu al saber, algo así como se dice que la achicoria es un buen sustituto del café. No resulta agradable ver cómo la ignorancia y hasta la misma tosquedad informe y sin gusto, incapaz de retener su pensamiento sobre una proposición abstracta, y menos aun sobre el entronque de varias, asegura ser ora la libertad y la tolerancia del pensamiento, ora la genialidad. Como es sabido, ésta hizo en otro tiempo tantos estragos en la poesía como ahora hace en la filosofía; pero, en vez de crear poesía, esta genialidad, cuando sus productos tenían algún sentido, producía una prosa trivial o, en los casos en que se remontaba por encima de ésta, discursos demenciales. Lo mismo ocurre ahora con el filosofar natural, que se reputa demasiado bueno para el concepto y que mediante la ausencia de éste, se considera como un pensamiento intuitivo y poético y lleva al mercado las arbitrarias combinaciones de una imaginación que no ha hecho más que desorganizarse al pasar por el pensamiento, productos que no son ni carne ni pescado, ni poesía ni filosofía.

Y, a la inversa, cuando discurre por el tranquilo cauce del sano sentido común, el filosofar natural produce, en el mejor de los casos, una retórica de verdades triviales. Y cuando se le echa en cara la insignificancia de estos resultados, nos asegura que el sentido y el contenido de ellos se hallan en su corazón y debieran hallarse también en el corazón de los demás, creyendo pronunciar algo inapelable al hablar de la inocencia del corazón, de la pureza de la conciencia y de otras cosas por el estilo, como sí contra ellas no hubiera nada que objetar ni nada que exigir. Pero lo importante no era dejar lo mejor recatado en el fondo del corazón, sino sacarlo de ese pozo a la luz del día. Hace ya largo tiempo que podían haberse ahorrado los esfuerzos de producir verdades últimas de esta clase, pues pueden encontrarse desde hace muchísimo tiempo en el catecismo, en los proverbios populares, etc. No resulta difícil captar tales verdades en lo que tienen de indeterminado o de torcido y, con frecuencia, revelar a su propia conciencia cabalmente las verdades opuestas. Y cuando esta conciencia trata de salir del embrollo en que se la ha metido, es para caer en un embrollo nuevo, diciendo tal vez que las cosas son, tal como está establecido, de tal o cual modo y que todo lo demás es puro sofisma; tópico éste a que suele recurrir el buen sentido en contra de la razón cultivada, a la manera como la ignorancia filosófica caracteriza de una vez por todas a la filosofía con el nombre de sueños de visionarios. El buen sentido apela al sentimiento, su oráculo interior, rompiendo con cuantos no coinciden con él; no tiene más remedio que declarar que no tiene ya nada más que decir a quien no encuentre y sienta en sí mismo lo que encuentra y siente él: en otras palabras, pisotea la raíz de la humanidad. Pues la naturaleza de ésta reside en tender apremiantemente hacia el acuerdo con los otros y su existencia se halla solamente en la comunidad de las conciencias llevada a cabo. Y lo antihumano, lo animal, consiste en querer mantenerse en el terreno del sentimiento y comunicarse solamente por medio de éste.

Cuando se busca una calzada real que conduzca a la ciencia, no se cree que hay otra más segura que el confiarse al buen sentido, aunque, para ponerse a tono con la época y con la filosofía, se lean las reseñas críticas sobre las obras filosóficas e incluso los prólogos a ellas y sus primeros párrafos, que enuncian los principios universales sobre lo que se basa todo, del mismo modo que las reseñas, aparte de la información histórica, contienen además un juicio, el cual, precisamente por ser un juicio, trasciende sobre lo enjuiciado. Se marcha por este camino común con la bata de andar por casa, mientras el sentimiento augusto de lo eterno, lo sagrado y lo infinito recorre con sus solemnes ropas sacerdotales un camino que es ya de por sí más bien el ser inmediato en el mismo centro, la genialidad de las ideas profundas y originales y de los altos relámpagos del pensamiento. Pero, como esta profundidad no descubre aun la fuente de la esencia, estos destellos no son todavía el empíreo. A los verdaderos pensamientos y a la penetración científica sólo puede llegarse mediante la labor del concepto. Solamente éste puede producir la universalidad del saber, que no es ni la indeterminabilidad y la pobreza corrientes del sentido común, sino un conocimiento cultivado y cabal, ni tampoco la universalidad excepcional de los dotes de la razón corrompidas por la indolencia y la infatuación del genio, sino la verdad que ha alcanzado ya la madurez de su forma peculiar y susceptible de convertirse en patrimonio de toda razón autoconsciente.