27.4.11

La pobreza de símbolos

C. G. Jung.
Obra Completa volúmen 9/I, pp. 12-16, Editorial Trotta.

La iconoclastia de la Reforma abrió literalmente una brecha en el bastión defensivo de las imágenes sagradas, y desde entonces éstas se han ido desmoronando una tras otra. Se empezó a dudar de ellas, pues contradecían a la razón que se despertaba. Además hacía tiempo que se había olvidado lo que significaban. ¿Se había olvidado realmente? ¿O tal vez nunca se había sabio lo que significaban y tal vez sólo en la época moderna cayó en la cuenta la humanidad protestante de que en el fondo nadie sabía qué quería decir eso de parto virginal, de la divinidad de Cristo o de las complejidades del Dios trino y uno? Casi parece como si estas imágenes sólo hubiesen vivido, y como si su existencia viva se hubiese aceptado sin más, sin dudar ni reflexionar, un poco a la manera como la gente adorna árboles de Navidad y esconde huevos de Pascua sin saber jamás lo que significan tales costumbres. Las imágenes arquetípicas están, en efecto, tan cargadas de sentido que nadie se pregunta qué quieren decir propiamente. Por eso mueren los dioses de cuando en cuando, porque de pronto se descubre que no significan nada, que son inutilidades salidas de la mano del hombre, hechas de madera y piedra. En realidad, el hombre no ha hecho en tal caso sino descubrir que hasta ese momento no ha fijado su atención un solo instante en sus imágenes. Y cuando empieza a reflexionar sobre ellas, lo hace con ayuda de lo que él llama "raciocinio", pero que en realidad no es otra cosa que la suma de sus prejuicios y de la estrechez de miras.

La historia del desarrollo del protestantismo es una iconoclastia crónica. Ha ido cayendo un muro tras otro. Y esa destrucción no fue excesivamente difícil, al estar ya debilitada la autoridad de la iglesia. Sabemos cómo, en lo grande y en lo pequeño, en el conjunto y en el detalle, se fue derrumbando una pieza tras otra, y cómo se llegó a la aterradora escasez de símbolos que impera en la actualidad. De esa manera también desapareció la fuerza de la Iglesia; una fortaleza que ha sido despojada de sus bastiones y casernas; una casa cuyas paredes se han derrumbado y está expuesta a todos los vientos del mundo y a todos los peligros. Un derrumbamiento verdaderamente deplorable, que hiere el sentimiento histórico, pues la diversificación del protestantismo en cientos de denominaciones es un signo infalible de que la inquietud persiste.

El hombre protestante ha llegado a un estado de indefensión que podría aterrar al hombre primitivo. Por su parte la consciencia del hombre ilustrado no quiere saber nada de eso, y sin embargo busca calladamente en otro sitio lo que ha desaparecido en Europa. Se buscan las imágenes y las formas de percepción efectivas que puedan calmar la inquietud del corazón y del intelecto, y se encuentra todo el acervo del Oriente.

En sí, no hay nada que objetar a esto. Nadie obligó a los romanos a importar cultos asiáticos como artículo de consumo de masas. Si los pueblos germánicos hubiesen sentido una aversión verdaderamente visceral hacia ese cristianismo "ajeno a la raza", hubieran podido desprenderse fácilmente de él cuando ya había decaído el prestigio de las legiones romanas. Sin embargo permaneció, porque corresponde a la base arquetípica existente. Pero en el transcurso de los siglos se convirtió en algo que hubiese asombrado, y no poco, a su fundador, si éste hubiese podido verlo; y también podría dar lugar a alguna reflexión histórica el género de cristianismo que profesan los negros y los indios de América. ¿Por qué entonces no va a asimilar Occidente formas orientales? Los romanos también iban a Eleusis, a Samotracia y a Egipto para los ritos iniciáticos. En Egipto parece que hubo incluso un auténtico turismo de este género.

Los dioses de Grecia y Roma sucumbieron, víctimas de la misma enfermedad que nuestros símbolos cristianos: tanto entonces como ahora descubrieron los hombres que para ellos carecían de contenido. En cambio, los dioses extraños aún tenían un mana no agotado. Sus nombres eran raros e ininteligibles, y lo que hacían, de una sugerente oscuridad, muy distinto de la tan manida "crónica escandalosa" del Olimpo. Aquellos símbolos asiáticos, en cualquier caso, no se comprendían y por eso no eran banales como los dioses tradicionales. Pero el hecho de adoptar lo nuevo de un modo tan irreflexivo como se había desechado lo viejo no constituyó por entonces un problema.

¿Es un problema hoy? Símbolos acabados, surgidos en tierra exótica, empapados de sangre ajena, hablados en lenguas ajenas, alimentados de cultura ajena, transmitidos a lo largo de una historia ajena, ¿podemos vestirnos de ellos como nos ponemos un vestido nuevo? ¿Un mendigo que se envuelve en una túnica real? ¿Un rey que se disfraza de mendigo? Posible es, sin duda. ¿O hay en nosotros, en algún sitio, una orden de no hacer mascaradas sino tal vez incluso confeccionar nuestra propia túnica?

Estoy convencido de que la creciente pobreza de símbolos tiene su razón de ser. Ese desarrollo posee una lógica interna. Todo aquello sobre lo que no se reflexionaba y que por ello carecía de una relación lógica con la conciencia que sí se iba desarrollando ha desaparecido. Si se intentara entonces recubrir la propia desnudez con suntuosas galas orientales, como hacen los teósofos, no se sería fiel a la propia historia. No se pierden los bienes hasta convertirse uno en mendigo para posar después como teatral rey de la India. Me parecería mucho mejor admitir francamente esa pobreza espiritual que es la ausencia de símbolos, en lugar de fingirse dueños de unos bienes cuyos legítimos herederos no somos nosotros. Somos, sin duda, los herederos auténticos de los símbolos cristianos, pero esa herencia, en cierto modo, la hemos malgastado. Hemos dejado que se desmorone la casa que construyeron nuestros padres y ahora intentamos irrumpir en palacios orientales que ellos nunca conocieron. Por otra parte, quien ha perdido los símbolos históricos y no se da por satisfecho con un sucedáneo está hoy en una situación difícil: ante él bosteza la nada, de la que se aparta con miedo. Peor aún: el vacío se va llenando de absurdas ideas sociales y políticas, todas las cuales se caracterizan por su insipidez espiritual. Pero quién no puede resignarse a esa pedantería de maestro de escuela se ve obligado a echar seriamente mano de su así llamada confianza en Dios, resultando sin embargo después, por lo general, que el miedo es aún más convincente. Pero ese miedo no es injustificado, pues cuanto más cerca está Dios, tanto mayor parece ser el peligro. Es peligroso, en efecto, hacer profesión de pobreza espiritual: quien es pobre, desea, y quien desea, atrae hacia él un destino. Un refrán suizo lo afirma de un modo drástico: "Detrás de cada rico hay un diablo, detrás de cada pobre, dos".

Lo mismo que en el cristianismo, el voto de pobreza material apartó la mente de los bienes de este mundo, así también la pobreza espiritual quiere renunciar a las falsas riquezas del espíritu, para alejarse no sólo de los pobres despojos de un gran pasado que hoy reciben el nombre de "Iglesia" protestante, sino también de toda la seducción que ejercen los perfumes exóticos, para poder entrar en uno mismo, donde a la fría luz de la consciencia la desnudez del mundo se prolonga hasta las estrellas.

Esa pobreza la hemos heredado de nuestros padres. Aún recuerdo muy bien las clases preparatorias para la confirmación, que impartía mi propio padre. El catecismo me aburría soberanamente. Una vez estaba yo hojeando el tal librito por si descubría en él algo interesante, y mi mirada recayó sobre el apartado relativo a la Trinidad. Aquello me interesó, y esperé con impaciencia a que le llegara el turno a ese tema. Cuando por fin llegó la clase que yo tanto anhelaba dijo mi padre: "Este apartado lo vamos a pasar por alto, ni yo mismo lo entiendo". Allí quedó enterrada mi última esperanza. Aunque admiré la honradez de mi padre, eso no me ayudó a superar el hecho de que a partir de entonces todo el tema religioso me producía un aburrimiento mortal.

Nuestro intelecto ha conseguido logros extraordinarios, mientras que nuestra casa espiritual se ha derrumbado. Estamos perfectamente convencidos de que ni con el reflector más grande y moderno que se construya en América se podrá descubrir un empíreo detrás de las más lejanas nebulosas, y sabemos que nuestra mirada errará desesperada a través del vacío sin vida de extensiones inconmensurables. Y la cosa no se vuelve mejor cuando la física matemática nos hace patente el mundo de lo infinitamente pequeño. Finalmente escarbamos en la sabiduría de todos los tiempos y pueblos y nos damos cuenta de que lo más estimable y precioso ya ha sido dicho todo hace mucho tiempo en el más bello lenguaje. Como niños ansiosos tendemos las manos hacia ello y pensamos que cuando lo agarremos, será nuestro. Pero lo que poseemos ya no vale, y las manos se cansan de tanto agarrar, porque hay riquezas por doquier, tanto como alcanza la vista. Todos esos bienes se convierten en agua, y más de un aprendiz de brujo ha terminado ahogándose en esas aguas que él mismo conjuró, si antes no recayó en la salvadora ilusión de que esta sabiduría es buena y aquella es mala. De tales adeptos salen esos agobiantes enfermos que creen tener una misión profética. Porque de tal artificial distinción entre sabiduría verdadera y falsa nace esa exaltación del alma y de ésta esa soledad y adición, como la del morfinómano que siempre espera encontrar compañeros de vicio.