31.1.12

Reflexiones sobre "el entierro del alma en la civilización tecnológica" de Wolfgang Giegerich

Por Robert Avens.

Traducción de Enrique Eskenazi


El presente artículo es un intento de explorar la difícil y polémica conexión entre el cristianismo y la tecnología o la ciencia técnica. Quisiera plantear el tono de lo que sigue refiriéndome a dos autores norteamericanos que han tratado con este asunto. El historiador de la cultura Lynn White Jr., señalando al hábito de llamar a nuestro tiempo la era "post-cristiana", advierte que la sustancia de nuestro pensamiento, dominado aún por una fe implícita en el progreso perpetuo, "está arraigada y es inseparable de la teleología judeo-cristiana". En otro pasaje que nos acerca aún más a la tesis principal de este artículo, White afirma que "la ciencia moderna es una extrapolación de la teología natural y ... la tecnología al menos parcialmente.... es una realización voluntarista occidental del dogma cristiano de la trascendencia del hombre respecto a la naturaleza y de su justo dominio sobre ella" (1). En vistas de esto, no debiéramos dudar en proponer (y el resto de nuestra discusión se propone tratar esto) que, a pesar de las apariencias, vivimos en una era que lejos de ser anti o post cristiana, es eminentemente y singularmente cristiana.

En vena semejante Theodore Roszak, el rapsoda de la contracultura, mantiene que el cristianismo había preparado el fundamento psíquico para la revolución científica durante la era de Galileo, Kepler y Newton. Pues esta revolución no fue tanto una revuelta contra la psicología religiosa cristiana como un rechazo de la pagana visión del mundo aristotélica que veía la naturaleza como viviente, llena de dioses y demonios nunca demasiado lejos de la superficie de las cosas.

Fue el advenimiento del cristianismo lo que efectuó la importante transición del mito a la historia. Sólo el cristianismo podría pretender que la Palabra (Logos) se hizo carne en nuestra personalidad humana en un tiempo, en un lugar. Cristo, a diferencia de los dioses mitopoéticos de la antigüedad era real, porque era histórico. Por primera vez en el curso de los asuntos humanos las palabras "historia" y "realidad" se volvieron idénticas. Aquí es, según Roszak, donde tenemos que buscar el origen de esa "sensibilidad fanáticamente secular" que más tarde resultaría en lo que William Blake llamó "el espíritu del mal (léase: sombra) en las cosas del cielo" -la bomba física, los campos de concentración y todas las otras pesadillas frankensteinianas de la ciencia y la tecnología. (2)

Me volveré ahora a Wolfgang Giegerich -un psicólogo (arquetipal) neo-junguiano que, en mi opinión, es el primero que ha seguido nuestro tema de una manera totalmente convincente, radicalmente nueva e implacable. Giegerich habla como psicólogo profundo y psicoterapeuta y no como teólogo, aún cuando este tipo de discurso psicológico no puede ser completamente inmune a los aspectos religiosos y teológicos del problema. También hay que acentuar que no intenta atacar o difamar la tecnología ni tampoco el cristianismo. No hay parte culpable en la colusión destinal de estos dos poderes.

El cristianismo o la verdad cristiana, según Giegerich, no sólo tiene sus características espirituales superiores (creencia personal, experiencia interior), sino también su propia realidad corporal y gravedad. De aquí que cuando habla de la verdad cristiana (o de la verdad en general) no quiere decir verdad en el sentido teológico o metafísico de alguna verdad absoluta, sino en el sentido psicológico de que una idea o fantasía es psicológicamente verdadera si es efectiva.

Por último pero no menos, el cristianismo para Giegerich significa primariamente no las enseñanzas de la iglesia antigua (Urgemeinde) sino una fuerza histórica occidental que fue conformada tanto por la herencia judía antigua y el espíritu griego. En sus propias palabras: el cristianismo es una "realidad espiritual transpersonal y una fuerza histórica que se realizó en la historia del occidente cristiano"; "una realidad objetiva independiente a la que los seres humanos se encuentran expuestos de un modo u otro" (3).

El ensayo de Giegerich que trata con nuestro tema se titula "El Entierro del Alma en la Civilización Tecnológica" (4). La palabra "entierro" en este contexto no es equivalente a "muerte"; más bien comunica la idea de "oculto" o "profundidad" y afines. En este sentido, el suceso de la encarnación debe entenderse como la verdad (oculta) de la tecnología, y la tecnología como descubrimiento, cumplimento y completamiento de la encarnación. Dicho de modo diferente, la meta de Giegerich es mostrar la conexión subterránea entre la tecnología aparentemente secular, incluso sin dios, y la idea de la encarnación. Ante ello, tal proyecto parece contradecir la visión comúnmente aceptada de que la civilización tecnológica moderna se originó en la Era del Iluminismo, cuando la humanidad occidental se liberó no sólo de la religión cristiana sino de toda visión religiosa y fundó un mundo enteramente secular, anti divino.

Lo primero que hay que tener en mente en este contexto es que tanto la tecnología como las ciencias modernas son distintivamente occidentales -una circunstancia que debería llevarnos a sospechar que deben arraigar en las mismas profundidades de la psique occidental. El hombre occidental devino adicto a la tecnología (Verfahren) no porque fuera excepcionalmente inteligente o porque sólo el occidente hubiera creado las condiciones previas científicas para consiguientes inventos, sino más bien al revés: el occidental dedicó su inteligencia casi exclusivamente al progreso científico y tecnológico porque su consciencia estaba arquetipalmente predeterminada para proceder en esta dirección. Como sabemos, los chinos, además de otros descubrimientos técnicos, inventaron la pólvora antes que los europeos; pero, mientras en China la pólvora se usaba para fuegos artificiales a fin de celebrar ritualmente el Año Nuevo, en Europa condujo a la producción de cañones, bombas y finalmente el cohete atómico. Obviamente los descubrimientos técnicos eran posibles dentro de la órbita de la cultura china; sin embargo el uso de estos descubrimientos era fundamentalmente diferente porque la actitud china hacia el ser (realidad) era diferente.

La encarnación y el mundo del mito

Giegerich cree que la actitud del hombre hacia la realidad halla expresión en los principios centrales de la religión e, inversamente, estos principios condicionan la conciencia dándole forma y dirección definidas. Lo que distingue fundamentalmente la religión del occidente de todas las otras "grandes religiones" es la Encarnación -la proposición o pretensión de que Dios ha entrado en el mundo en la figura empírica (literal) del hombre Jesús de Nazaret. Así, dice Giegerich, si occidente es único en virtud de dos "acontecimientos" -el desarrollo de una civilización científico-tecnológica y una "religión absoluta" (Hegel) basada históricamente- no es irrazonable suponer que estos dos acontecimientos puedan estar íntimamente conectados o incluso ser idénticos. C. G. Jung vio el conglomerado "Cristianismo-tecnología" como nuestra carga histórica: "Mi problema es luchar con el gran monstruo del pasado histórico, la gran serpiente de los siglos... las cargas históricas que el cristianismo nos ha echado encima" (5). ¿Pero cómo puede ser una carga la doctrina cristiana?

Usualmente se ve el cristianismo como el mensaje de salvación interesado por las realidades interiores, subjetivas del hombre, su moralidad individual (amar al vecino, etc.). Giegerich, empero, no se interesa en este tipo de religiosidad personal. Quiere hacer justicia a la sombra reprimida del cristianismo (su carga) que está en acción en la realidad objetiva, en acontecimientos efectivos (ciencia, industria, tecnología). Por tanto es necesaria la integración y la redención de lo que Jung llamó el Cuarto -la sombra, la realidad material regida por el Príncipe de este mundo (6).

Antes de continuar es necesario aclarar que Giegerich no usa las palabras "verdad" (o "la verdad cristiana") y "realidad" como construcciones metafísicas prefabricadas o como elementos de su "sistema" filosófico. Más bien sólo está interesado en el tipo de verdad que, por así decir, la historia de la Encarnación reclama para sí, es decir, verdad en el modo empático absoluto que se pone en la historia. Por ello "metodológicamente no haría ningún sentido postular como un a priori una categoría de ideas que sólo es un producto de un acontecimiento particular en la mitología occidental..." (7)

En las culturas míticas ritualistas la verdad y la realidad se copertenecían; lo real era también lo verdadero y la verdad sólo verdad hasta el punto en que era real. Esta confluencia de las dos tiene el carácter de "phainesthai" (apariencia, brillo). La palabra "fenómeno", para Giegerich, equivale a la palabra "imagen". Los fenómenos no tienen envés; son lo que significan y significan lo que son. Lo que se manifiesta e impresiona al alma con un efecto numinoso es verdad en virtud de su brillo. Para ilustrar esto, Giegerich relata la conversación entre Jung y un jefe de los indios pueblo. Para el jefe y su pueblo, el sol era el padre divino. Jung le preguntó al jefe si no creía que el sol era una bola de fuego, configurada por un Dios invisible. En otras palabras, Jung empleó el argumento de San Agustín: "Dios no es el sol, sino Aquél que ha hecho el sol". Para el indio esto era la más horrible blasfemia, según cuenta Jung. Meramente respondió: "El sol es Dios. Todos pueden ver eso". "Este es el Padre; no hay Padre detrás de él" (8).

Debemos ahora contrastar con más detalle los dioses míticos con el suceso de Cristo. En el mundo del mito no es raro que los dioses asuman forma humana y aparezcan como mortales. Pero -y esto es crucial- nunca podemos decir de un dios mítico que es "el verdadero hombre" ni que es "el verdadero Dios". Los componentes divino y humano de estos dioses nunca son "absolutamente verdad" o literalmente reales. Cristo, por otra parte, no es simplemente un dios que ha asumido apariencia humana ni simplemente un hombre que se ha igualado a Dios, ni alguna criatura semi divina, en medio de estas alternativas, sino un verdadero dios nacido del Padre desde la eternidad y un verdadero hombre nacido de la Virgen María. Es extremadamente importante para el cristianismo que haya un reconocimiento completamente puro e intenso de la naturaleza divina y humana de Cristo, y que no se debilite ni se ajuste esta paradoja de ninguna manera. En cambio, las dos naturalezas opuestas han de estar unidas en una y la misma persona sin conflicto. No deben concebirse tan rudamente que las dos naturalezas caigan en dos esencias separadas a razones prácticas que sólo por azar podrían haberse encontrado en una y la misma persona. Esta actuación en la precaria cuerda floja, que propone la idea de una realidad en la que lo divino y lo humano son simultáneamente idénticos y separados, se llama perichoresis, la interpenetración recíproca de la naturaleza divina y la humana. Dios y hombre, Logos y sarx, Palabra y carne, en un punto se han fundido irrevocablemente en la persona de Jesús el Cristo. El cielo y la tierra se han vuelto lo mismo, se interpenetran el uno al otro. Este Logos celestial está ahora enterrado en carne terrenal. Giegerich llama a este acontecimiento "la somatización del ser" - el establecimiento de una nueva composición del ser en el sentido de una realidad física empírica. La Encarnación proporcional a única base mítica capaz de apoyar nuestro concepto de facticidad y una corporeidad sensorialmente objetiva. Sólo la visión cristiana hace realmente verdadera la frase de Platón: el cuerpo, tumba del alma (soma sema psyches, Gorgias 493a) (9).

Hoy para la mayoría de la gente la primera cuestión en cualquier charla sobre Dios tiene que ver con su existencia o inexistencia. En el mundo del mito, sin embargo, este tipo de cuestiones sencillamente no surgen. Por ejemplo, no se puede decir que Zeus existió o que no existió. Se vivía diariamente a la luz de Helios, se sentía su radiación en el propio cuerpo. De modo semejante no preguntamos ¿hay perros? ¿Hay viento? ¿Hay vida sobre la tierra? Los fenómenos naturales han dejado atrás nuestras preguntas sobre su existencia hace mucho y nuestras dudas siempre llegan demasiado tarde, porque las respuestas las daba la misma naturaleza, es decir, los fenómenos y su brillo numinoso. Ver a Dios en el sol o en el trueno no tiene nada que ver con la superstición o la credulidad; es un tiempo de ver que debe entenderse en el contexto del significado mítico de la palabra "Dios". Dios (theos) no significa una persona actuante o un ser supremo; inicialmente no era un sujeto posible de una oración sino un predicado, un concepto predicativo. La palabra theos se usaba para afirmar algo acerca de los acontecimientos reales, tenía el sentido de "inaudito", "extraordinario", "maravilloso". Los antiguos griegos podían así decir: "Cuando un hombre ayuda a su compañero, eso es Dios". El acontecimiento, el fenómeno es Dios. "Dios" significaba una cualidad de los mismos acontecimientos reales, su efecto sobre el hombre. Los dioses del mito eran Dioses naturales, auto evidentes, de modo que era imposible creer en ellos o dudar de su existencia (10).

El nuevo Dios cristiano ha cesado de ser un Dios natural auto-evidente. Como espíritu "puro", "puro" amor, etc., puede presentarse sólo mediante la fe y mediante la prédica de su palabra. Por lo mismo se volvió un Dios completamente sobrenatural, trascendente, extramundano -"el verdadero Dios", el absoluto detrás de la realidad sensible. Según Giegerich todo esto "no es simplemente un beneficio, sino también una pérdida. El ascenso a lo absoluto es, en tanto que un ab-solvere (un separarse), a la vez una privación: Dios sufrió una pérdida considerable en sustancia y es, en tanto que lo infinito, sólo un resto infinitamente diluido de lo que una vez fue..." (11) Es una pérdida porque su status en tanto que realidad fenomenal ha sido intercambiado por el estatus empobrecido de una aserción o afirmación dogmática, etc. "Dios sólo fue capaz de adquirir su existencia literal pagando el precio de sustancialidad, auto evidencia y encarnación mundana". En breve: "A medida que Dios deviene sin mundo al obtener categoría de absoluto, así la realidad terrenal se vuelve des-divinizada" (12).

Para compensar, por así decirlo, su falta de ser, Dios, en la historia cristiana, se volvió carne. Encarnación, de acuerdo a Giegerich, significa tres cosas. Primero, la esencia de Dios cesa de ser sólo imagen, mítica. Dios quiere ser "alguien" positivamente, un ente sustancial, un ser en la carne. Segundo, el hecho de que este Dios (summuns ens, ente supremo) deba volverse carne, muestra que desde el principio carece de algo- que es incorpóreo, insustancial, irreal. Los dioses naturales nunca necesitaron volverse carne porque siempre llevan su corporeidad en su naturaleza de imagen o imaginal. Tercero, en el suceso de la encarnación ocurre un doble cambio: un cambio en la esencia de la carne y un cambio simultáneo en la esencia de la naturaleza. Giegerich quiere que realmente escuchemos lo que se dice en la frase "El Logos se hace carne". La clave, el asunto no es lo que significa (en el sentido de una afirmación dogmática "verdadera"), sino lo que realmente se dice, o sea, lo que es efectiva e históricamente real. La idea de la encarnación no debiera protejerse de la realidad histórica como si fuera algo en lo que el individuo es libre de creer o no creer. Hay que darse cuenta de que esta idea implica una decisión acerca de la esencia misma de la realidad, de lo que de ahora en adelante ha de llamarse "real". Al decir "la Palabra se hace carne", ocurre algo enorme -no sólo al Logos que desciende del cielo, sino también a la carne (la realidad terrestre, temporal, mortal, asumida por el Logos). En efecto, testimoniamos aquí un acontecimiento de proporciones aterradoras: la carne -en su unidad con el Logos- adquiere una naturaleza radicalmente diferente. La misma idea de carne, tierra, realidad, es transformada. La carne ya no es natural, sino carne de arriba; en verdad, no es carne en absoluto, sino para decirlo así, una carne abstracta, "logicizada".

En el mundo del mito la realidad natural no carecía de su propio logos, pero era el logos natural, el logos de la naturaleza. Ahora sin embargo ocurre una inversión: el logos que anteriormente se escondía en la naturaleza, ha emergido de ella, se ha vuelto independiente, absoluto. La encarnación de Dios, en la visión de Giegerich, inaugura una revolución ontológica. De allí en adelante sólo será llamado real lo que es semejante al logos. En el acontecimiento de Cristo se delinea un nuevo concepto de realidad, un concepto que más tarde se volverá la base justificadora de las ciencias naturales. La Encarnación, vista ontológicamente, es el grandioso bosquejo de la idea de que la naturaleza puede reemplazarse por una segunda naturaleza, ya no más natural. Es el programa diseñado a fin de sustituir el mundo natural por un mundo tecnológico. El término teológico para este tipo de corporeidad es "carne" (sarx); la designación filosófica contemporánea es "realidad tecnológica positiva".

La tecnología es Logos porque se origina en la razón; es un producto de la mente, una idea. A la vez, la tecnología es carne, porque es realidad corpórea y no simplemente una idea. Y finalmente la tecnología es aquello que ha "devenido", porque no es algo que se origine a partir de sí mismo (como en el caso de la naturaleza) sino está hecho artificialmente, la conversión de una idea en realidad tangible. In fine, la carne, después de la Encarnación, ha adquirido un nuevo significado: es "hecha", carne tecnológica, una segunda naturaleza.

También podemos decir que en la vigilia del acontecimiento de la Encarnación el ser (la realidad) se traduce del lenguaje de la naturaleza al lenguaje de la física y la tecnología. Ocasionalmente aún llamamos ciencias naturales a la física, la química, etc., aun cuando lo que investigan ya no es naturaleza (lo auto evidente) sino, por el contrario, aquello que se obtiene alejándose de la naturaleza y usando herramientas, utensilios y métodos altamente artificiales. Las así llamadas ciencias naturales sirven a la Encarnación, y su meta última no es adquirir conocimiento, sino transferir el Logos desde "arriba" en lo que anteriormente era la pura radiación de la "naturalmente" natural, transferir el ser de la naturaleza a la tecnología.

La naturaleza no es simplemente árboles, montañas, animales, sino un estado, una condición de ser. La palabra de Giegerich para la naturaleza en este sentido es "lo salvaje" -la Madre Tierra abarcando y originando nuestra existencia, produciendo y nutriendo al hombre y tragándolo de nuevo a su muerte. Hoy en día esta "naturaleza virgen" se está retirando a una versión expandida del zoológico que llamamos la reserva natural, el santuario de vida salvaje o parque nacional. En un nivel profundo, este hecho tiene poco que ver con el despliegue de la civilización y lo afín; esto es, lo que estamos presenciando no es meramente un cambio cuantitativo, sino algo mucho más radical: un mundo sacudido por el cambio cualitativo en la relación de la naturaleza con el hombre y, por el mismo hecho, una transformación fundamental en la idea misma de la naturaleza. Hoy, la naturaleza se está volviendo rápidamente "el hijo problemático del hombre", en tanto que hemos de garantizar su supervivencia. "Es como si la naturaleza se hubiese vuelto senil y desvalida y ahora fuera explícitamente dependiente del cuidado de sus hijos mayores, o como si estuviera a merced de la asistencia social requiriendo nuestra planificación y apoyo". Para Giegerich esto significa que está ocurriendo una "aniquilación ontológica" de la naturaleza, la "desnaturalización de la naturaleza", pues en el momento mismo en que la naturaleza necesita protección (administración) ya no es más la naturaleza en el verdadero sentido. La cuestión no es que la naturaleza necesite protección porque implacablemente explotamos lo salvaje, sino más bien porque el destino mismo de la naturaleza está ahora en manos del hombre" (13)

Ahora, así como la naturaleza (en el sentido ontológico) es algo más que una reunión de cosas naturalezas, también la tecnología no es simplemente un conjunto de utensilios y máquinas, sino un modo en que puede ser la totalidad del mundo, el mundo como mundo. Había descubrimientos tecnológicos y máquinas en la antigüedad, pero no eran "tecnológicos" en nuestro sentido de la palabra, pues cada descubrimiento estaba encastrado en el mito. Los inventores eran dioses y héroes (Prometeo), el "protoi heuretai". La tecnología moderna es algo cualitativamente diferente; es civilización tecnológica, un estructura totalitaria que abarca la existencia humana en su totalidad. Nuestro ser entero y nuestro entendimiento del ser está tecnologizado y orientado hacia la tecnologicidad. La tecnología se ha vuelto su propia meta, la meta a la que estamos llamados a servir. La visión común de la tecnología como instrumental (neutral con respecto a la voluntad humana) está por tanto obsoleta. La tecnología es primaria y fundamentalmente un acontecimiento ontológico destinado a cambiar la misma esencia y significado de la realidad.

Ciertamente, dice Giegerich, todavía tenemos nuestros poetas y pintores, selvas y arroyos, pero la naturaleza en su sentido más profundo (lo salvaje) pertenece al pasado. El arte, como el mythos, existe objetivamente sólo sobre la base de la naturaleza e, inversamente, la naturaleza existe sólo sobre la base del arte y del mito. En este sentido la gran poesía lírica de un Goethe no prueba nada. La naturaleza no murió subsiguientemente a la muerte de los bosques. Murió esencialmente cuando las palabras de Plutarco: "el Gran Pan ha muerto" certificaron negativamente la caída de los dioses de la naturaleza. La Encarnación selló positivamente las palabras de Plutarco mediante la instauración de un Dios nuevo, totalmente diferente. El espacio vacío, previamente ocupado por genios (espíritus, etc.) ha sido conquistado por el genio, el "yo" subjetivo, sentimental, el brujo que intenta reanimar la naturaleza.

La naturaleza, el arte, los símbolos, hoy existen sólo en forma de experiencias subjetivas, ocio, antigüedades. Una rosa fue una rosa que era una rosa... Como ha mostrado James Hillman, las aves y el cerdo ya no son animales sino más bien máquinas productoras de huevos y de carne (14). Todo esto, sin embargo, no está mal ni es inmoral ni está bien y es bueno, así como la lluvia o el rayo de sol no está ni bien ni mal. Pues nadie en particular es responsable, no hay parte culpable. Es simplemente la nueva verdad del ser; la carne se ha vuelto tecnológica, incluyendo la carne literal de un cerdo (15).

El Dios fabricado

Anteriormente aludimos a la necesidad de demostrar la existencia de Dios. En opinión de Giegerich, este empeño, lejos de ser un juego puramente intelectual (en contraste con la piedad), es en sí mismo una forma de verdadera piedad. No debemos pensar en las pruebas de Dios como una necesidad intelectual de certeza; por el contrario, nuestra necesidad de certeza debiera verse como una pauta de que Dios exige una existencia real objetiva. Dios no quiso permanecer en el "estado" de Logos (pura Idea): quiso volverse carne.

Hay un dinamismo elemental que impulsa todo este proceso. La necesidad de demostrar la existencia de Dios no es en absoluto una necesidad humana (el monje medieval no tenía dudas al respecto). Más bien estamos presenciando aquí la esencia cristiana de Dios lanzándose instintivamente hacia la conciencia. Ciertamente, este no es un instinto "natural" (como la sexualidad, por ejemplo); es Logos que quiere volverse carne y precisamente porque es Logos se anuncia al principio en la forma de argumentación lógica (16).

En la visión usual, la modernidad se asocia principalmente con la liberación del hombre respecto al cristianismo. Giegerich cree que lo opuesto es verdad. El hombre moderno sólo ha renunciado al cristianismo en el punto que este se identifique con un enfoque simplista y literal a la biblia. Si en cambio por cristianismo entendemos una búsqueda existencial que posee y obsesiona al hombre occidental, debemos declarar que en la emergencia de la modernidad y de la ciencia el cristianismo ha encontrado su verdadera esencia y ha realizado su potencial.

Es usual identificar la ciencia con la racionalidad, la conciencia y el cálculo matemático. Esto sólo es legítimo desde un punto de vista puramente formal. Cuando observamos el dinamismo sin precedentes y la inquietud que acompañan los desarrollos científicos en todas las áreas de la vida, es imposible huir a la conclusión de que este impulso, lejos de ser racional, es irracional en el grado más alto; es puro instinto, posesión, pasión, monomanía. Giegerich no se refiere a la pasión personal de un investigador particular, sino a la pasión de la humanidad occidental. Esto quiere decir que la ciencia, sin reconocerlo, es una verdadera religión en el doble sentido de observancia cuidadosa (relegere) y del vínculo y atadura (religare) de nuestras percepciones, pensamiento y conducta por dominantes arquetipales. El instinto científico es el mismo instinto religioso, el mismo impulso inconsciente que estimuló a los escolásticos medievales a demostrar la existencia de Dios -un Dios cuya esencia consiste precisamente en exigir prueba porque la demostración (en tanto que argumentación lógica) constituye en sí misma una forma real e indispensable de culto. Los intereses de la escolástica y de la ciencia son los mismos; sólo ha cambiado decisivamente la forma que asume la última. La ciencia no ha abandonado al cristianismo; más bien es la Iglesia cristiana la que ha abandonado a la ciencia. La Iglesia ha renunciado a su propia criatura, su propia verdad cristiana viviente y en desarrollo, y ha elegido permanecer puro Logos (dogma, doctrina metafísica, fe, experiencia interior).

Cuando Giegerich sugiere que los intereses básicos del cristianismo y de la ciencia son idénticos, quiere decir que la ciencia ya no exige la demostración literal escolástica de Dios mediante deducción lógica, puesto este tipo de literalismo pasa de largo. Una prueba que es exclusivamente lógica sigue siendo una cuestión de ideas y no afecta la realidad carnal. El logos permanece Logos (lógico). La ciencia ha entendido que hay sólo un modo de probar algo. Un Dios absoluto que ya no es obvio (como lo era en el mito) sólo puede probarse fabricándolo. Logos se hace carne sólo mediante la fabricación, así como la presentación de una casa se hace verdadera sólo en el proceso de construirla (17). La tarea que la ciencia y la tecnología intentan inconscientemente de lograr es construir, fabricar y simular Dios en la efectividad (en la carne). Es un proceso continuo de la encarnación de Dios y a la vez la prueba empírica de su existencia mediante una realidad física creada (una naturaleza tecnológica artificial).

Se puede plantear la objeción de que un Dios fabricado, aunque empíricamente demostrable, no puede ser un Dios trascendente, ultramundano, un creador; él mismo sería una criatura. Además, ¿qué ocurriría con una fe que cree lo que no ve? Giegerich está de acuerdo en que el Dios manufacturado debe permanecer como un Dios trascendente. La única cuestión es: ¿cómo hemos de entender palabras como "trascendente", "absoluto", "ultramundano", "invisible" (no-sensual), y "creador"? Si por "trascendencia", etc., queremos decir que Dios no tiene nada que ver con la realidad empírica, entonces por supuesto que sería irrelevante. Claramente un Dios trascendente debe ser también inmanente en algún sentido.

La trascendencia, según Giegerich, no debiera concebirse literalmente o metafísicamente, sino como una cualidad dentro de la realidad, como otro "estilo" de realidad. El Dios fabricado es un absoluto empírico, una trascendencia inmanente, y no-sensible dado sensorialmente. Es el mundo artificial tecnológico, innatural -que trasciende el mundo natural. Es el mundo hecho artificialmente que se "absolutiza" progresivamente, es decir, es liberado de la naturaleza como lo dado auto evidentemente. Por ejemplo, cuando aprendemos de la física que un trozo de madera, completamente al contrario de su apariencia sensible natural- es de hecho un espacio vacío, estamos efectivamente en la presencia de la trascendencia empírica no-sensual. Se puede decir entonces sin ulterior protesta que el conocimiento científico es fe realizada, fe que cree lo que no ve. La ciencia natural, hablando empíricamente, es puro sobrenaturalismo" (18).

Inflación de las cosas-imágenes

Giegerich opera con al definición de Jung de religión como vida simbólica- una vida en la que participamos vía ritual. La vida simbólica no es exclusivamente nuestra vida, nuestra subjetividad. Puesto que junto a lo subjetivo y lo personal hay una vida objetiva -psíquica, "vida espiritual" que nos reclama; es una vida autónoma que nos usa (como el drama usa a los actores) para sus propias necesidades, y es indiferente a nuestros intereses y preocupaciones. Por ejemplo, los indios pueblo se ven como los hijos del Padre, el Sol al que deben ayudarle diariamente a salir por encima del horizonte y caminar a lo largo del cielo. No lo hacen sólo para ellos mismos:"... lo hacemos por América, lo hacemos por el mundo entero" (19). Al referirse al mundo moderno, Jung dice: "Ya no hay existencia simbólica en la que soy algún otro, en la que desempeñe un papel, mi papel como uno de los actores en el drama divino" (20)

Giegerich (respetuosamente) está en desacuerdo con Jung. La verdad del asunto que hoy hay una vida simbólica en el sentido de Jung. Sacrificamos dos tercios de nuestro tiempo disponible a la vida simbólica sin reconocerla como tal. He aquí algunos ejemplos.

Millones de personas se sientan cada tarde durante horas frente a sus aparatos de TV. Imaginan que lo hacen por placer, pero eso sólo es una pretensión que oculta el estado objetivo de las cosas. El culto de la TV no se debe a una necesidad natural humana; el hombre no está naturalmente orientado hacia el espectáculo. Alrededor del 1700 no había periódicos, ni cine y los únicos libros que se encontraban en las casas comunes era la biblia, libros de himnos y ocasionalmente un almanaque. Estos libros se leían una y otra ves -pura, interminable monotonía desde nuestro punto de vista. Además no había cosa tal como "tiempo libre" después del día de trabajo, sino tiempo de celebración (Feierabend, Holyday, Festivo).

En la visión de Giegerich, el origen de la TV no es humano, Detrás de este fenómeno hay una necesidad objetiva; la televisión no sirve a nuestra necesidad de entretenimiento - nosotros servimos a la televisión. En su ser objetivo la TV es espectáculo, espectáculo como theatrum mundi- una mezcla de registro del mundo, películas del oeste, óscares, concursos, conferencias de cumbre. Es el teatro de la vida en sus alturas y profundidades, en su espectacularidad y su banalidad. El hombre, el consumidor, es empleado para reemplazar el Dios absoluto como el espectador indiferente con un Dios que se representa carnalmente en la vida real. Tiene que haber TV para que la divina comedia tenga existencia real en la carne. Que la televisión no tiene nada que ver con la satisfacción del placer personal lo traiciona el hecho de que con frecuencia permanece encendida cuando nadie la mira. El espectáculo divino debe continuar.

Antes de volvernos a otros ejemplos de vida simbólica sería de ayuda observar con Giegerich que la destrucción de la imaginación mítica no ha eliminado de ninguna manera lo imaginal. Lo que ha ocurrido es que la imagen ha pasado por un fundamental cambio en cualidad; ha sido intensificada hasta el punto de volverse un "destilado de imagen" (21). Ha habido una inflación sin precedentes de la imagen; en efecto ahora vivimos, dice Giegerich, en un "tiempo absurdamente imaginista": carteles, revistas, impresos, libros de arte, Comic, TV, anuncios, telas estampadas y papel pintado.

En las culturas míticas, la imagen siempre transmitía algo, un Otro numinoso que se manifestaba inmediatamente en la imagen, brillando a partir de ella. Por contraste, las imagenes contemporáneas son absolutamente indiferentes a lo que muestran. La Novena Sinfonía de Beethoven puede ser el fondo musical de un anuncio de sopa, de un coñac comercial o de un partido político. Lo que importa es el puro espectáculo. Esto sin embargo no es explotación de imagen y sería inadecuado que reaccionáramos con indignación moral. "Debemos tratar de apreciar... la televisión (etc.) como la forma moderna del culto a la imagen- como el único y auténtico modo posible de adorar la imagen del Dios cristiano".

La prohibición de Dios de hacer ninguna "imagen grabada" sólo se dirige contra las deidades naturales, no contra las representaciones pictóricas de Jahweh mismo. Lo que se rechaza es el culto de lo natural en tanto pretende ser sustancial y divino (imaginal). Concurrentemente, lo que se exige es el culto de un Dios imagen que ha dejado atrás todos los restos de lo natural y no tiene contenido sustancial. "Esto", dice Giegerich, "corresponde exactamente a la nueva naturaleza de Dios que se ha sacudido su realidad natural y se ha purificado en una abstracción "irreal" idealizada, en una imagen en el sentido de relaciones públicas de la palabra. La existencia del Dios cristiano no es sustancial; yace solamente en su prestigio, el efecto de sus "relaciones públicas", en su ser creído por sus "verdaderos creyentes", sus "fans".

La única diferencia entre culto cristiano y pagano es que el dios cristiano "no tiene la forma sensual de los fenómenos naturales o una imagen fundida, pintada o grabada, sino la forma abstracta y absoluta de la imagen per se: la imagen de relaciones públicas. La numinosidad una vez investida en lo que manifestaba la imagen ahora le pertenece a "la imagen por la imagen misma". Necesitamos imágenes, más y más imágenes, no importa de qué". Lo que importa es el prestigio como tal, la alabanza del nombre por el nombre mismo. Por tanto podemos decir con Giegerich que "... cualquier actividad que cultive el prestigio de algo (....) es una promulgación de la naturaleza de Dios y como tal un acto sagrado -el culto o adoración de nuestro Dios imagen" (22)

Otro ejemplo de vida simbólica es la publicidad, que como la televisión, tiene su sitio predestinado en la nueva dispensación. La publicidad reemplaza la poesía mítica como alabanza de la naturaleza increada y sus varios dioses. Es la glorificación de los productos, un himno a la producción, es decir, un himno a la creación y al Dios-creador. Aquí el cristianismo deja de ser una actitud puramente subjetiva y se transforma en una existencia absoluta que impone su realidad sobre nosotros incluso contra nuestra voluntad. "La publicidad es la proclamación constante de la salvación y la constante confirmación en la creencia en la salvación" (23)

Hablando acerca de los ordenadores, Giegerich acentúa que su significado va más allá de facilitar el trabajo. Primeramente, los ordenadores simulan la visión poderosa del Dios encarnado como el noesis noeseos, el pensamiento que se piensa a sí mismo, es decir, el pensamiento que es completamente autónomo y autosuficiente. En segundo lugar, los ordenadores son la realización de Dios como el intuitus originarius (la intuición creativa). Nuestro pensamiento finito procede discursivamente; sólo podemos pensar un pensamiento tras otro, mientras que el pensamiento de Dios puede captar todo a la vez, en una sola mirada. Los ordenadores simulan este procedimiento tan bien como pueden bajo las condiciones de la temporalidad. El impulso básico detrás de la industria informática es la visión de fabricar a Dios como el Omnisciente, puesto que el objetivo es el almacenamiento total de toda la información. Debemos advertir empero que esta no es una cuestión acerca de nuestra omnisciencia; en efecto, gracias a los ordenadores, nos estamos volviendo más y más "nescientes" (no-sapientes). El almacenamiento acaece por la omnisciencia misma.

El punto de vista trascendente, ultramundano de Dios adquiere existencia empírica también en la forma de satélites y viajes espaciales. Cuando la televisión nos muestra diariamente el mapa del tiempo por satélite celebramos este punto de vista trascedente (24). Los vuelos de espionaje que desde las alturas de muchas millas pueden detectar bolas de golf en el suelo simulan el ojo de Dios que todo lo ve, bajo las condiciones de la vida empírica (ver Salmo 139, 7). Los pocos ejemplos que hemos ofrecido muestran que la tecnología tiene la tarea de producir los predicados de Dios de un modo literal, físicamente, en la realidad. Los predicados divinos ya no deben ser nomina, flatus voci sino realia.

Giegerich insiste en que sería equivocado buscar un Dios especial en cada una de estas invenciones. Sólo encontramos pluralidad de diferentes Dioses, imágenes divinas, en las cosas de la naturaleza. La tecnología como un todo se dirige hacia la erección de un Dios absoluto, total, omniabarcador, el Dios de la tecnología. En una carta Giegerich clarifica su posición como sigue: "El suceso de la tecnología como un todo significa el final de la singularidad, el fin del cosmos y la victoria del universo... Los objetos concretos, mesas, coches, zapatos, latas, plástico tienen ahora su naturaleza al ser objetos de descarte, y sólo la Tecnología abstracta como un todo tiene divino valor" (24a).

Para ser verdaderamente un creador, para realizar su pleno ser, el Dios de la tecnología debe someter todo lo que aparece desde sí, es decir, todo lo natural. Pertenece a su misma esencia conquistar, extensivamente así como intensivamente, un pueblo, una cultura, un reino del ser tras otro, pues su dinamismo yace en su falta de ser. Sólo lo artificial asume una posición de enfrentamiento en la presencia de lo natural, convirtiéndolo en un objeto. La esencia de un Dios fabricado consiste en oponerse y vencer lo natural. Y la civilización tecnológica es capaz de subyugar el mundo natural porque para esta civilización las cosas se han vuelto empíricamente evidentes. Cada cosa es una fusión de cielo y tierra en un punto (perichoresis). En una palabra, el ser mismo de lo artificial (lo tecnológico) es poder y violencia -violación. En otra ocasión, Giegerich señala el Fausto II de Goethe como una alegoría del hombre moderno y su inhospitalidad respecto a las imágenes naturales. "Fausto es el que despoja, el ladrón. De modo que su nombre ("puño") no carece de una significación más profunda. Al incorporar el principio del activismo literal, Fausto se caracteriza por el puño vacío que necesita tomar a fin de ser" (25)

Giegerich rechaza todo intento de explicar la tecnología como producto del orgullo humano -eso sería ignorar los hechos. La tecnología es nuestra carga, un exigente deber nos guste o no. Es el destino de occidente y posiblemente del mundo como un todo, de modo que cualquier tipo de valoración moralista carece de sentido. La verdadera hybris parece consistir precisamente en el intento de interpretar la tecnología en términos morales personalistas, es decir, concibiéndola como un logro humano. Hay que dejar atrás el punto de vista meramente humano si se quiere entender este fenómeno sorprendente, monstruoso, increíble, ante el cual devenimos crecientemente perplejos y desvalidos a medida que se desarrolla en su pureza.

Cuando observamos la conducta del hombre del siglo XX vemos el opuesto mismo de la hybris -una modestia inusual, discreción, humildad, incluso vergüenza. Ya no tenemos reyes que representen nuestro yo superior. Nos hemos deshecho de siervos; nos identificamos con los carentes, los oprimidos. Nos vemos a nosotros mismos como carentes: nos gusta aparecer torpes y usar zapatillas, tejanos y camisetas. Preferimos ser fotografiados en instantáneas para evitar posar y la ostentación. Nos es casi imposible "hablar a lo grande", y en el mejor de los casos toleramos lo sublime en la forma de la parodia, la sátira, la charla ligera, la ironía. En todos estos ejemplos Giegerich detecta una postura defensiva inconsciente por parte del hombre y la mujer modernos. Estamos ansioso por evitar el peligro de inflación porque Dios, encarnado en la tecnología, está de modo misterioso, demasiado cerca y real. Tenemos que hacernos pequeños, aparecer tímidos en la presencia del Santo.

En realidad, empero, no son los seres humanos los que se inflan, sino las cosas técnicas. Las cosas devienen cada vez más semejantes al logos: adquieren atributos divinos y autonomía cada vez más numerosos. Las cosas -la cámara, el coche, el estéreo- son ahora lo fascinosum, porque están investidas con alma. Por ejemplo, el impulso insensato a comprar y consumir, en la visión de Giegerich, no es nada menos que un acto de devoción inconsciente, no reconocido. Lo mismo vale para el fenómeno de una sociedad construida en la planificación del desperdicio; es como si las cosas quisieran ser compradas como un modo de recibir nuestro tributo, pero no quieren estar a nuestra disposición y para nuestro disfrute. Devienen sin valor, es decir, se retiran para permanecer autónomas. Una situación semejante se obtiene en el caso del turismo: cada turista quiere tomar una foto por la millonésima vez de este castillo o de aquél templo griego. Las cosas mismas exigen reverencia -una reverencia tardía considerando el hecho de que todavía preferimos preservarnos -neuróticamente- en una mentalidad pre-encarnación.

De este y otros modos, la vida espiritual se retira de los seres humanos, se transfiere a las cosas. Las cosas se vuelven dominantes (prestigio) y los seres humanos meros siervos. El lugar de los acontecimientos y decisiones es entregado a la tecnología y el mundo de las cosas adquiere espontaneidad, un poder propio numinoso e irracional. (26).

Exteriorización

En una de sus cartas Jung refiere que durante una expedición en Kenya el grupo subió al jeep a un nativo que nunca había visto un coche. Después de un rato el nativo pidió al conductor que detuviera el coche y se estiró sobre el suelo, diciendo que tenía que aguardar que su alma lo alcanzase (27).

Confundimos la situación del nativo con la nuestra. Todavía suponemos que somos nosotros quienes, gracias a nuestro desarrollo racional y tecnológico, hemos sobrepasado el alma. Como el nativo, nosotros los modernos creemos que el alma reside en lo que hemos abandonado hace tiempo: en la naturaleza, en la vida del instinto y la sexualidad, en la tierra, en los mitos y las religiones. La verdad es que nuestra alma ha abandonado todas estas cosas; viaja en el jeep, se sienta al volante, mientras que nosotros nos hemos bajado y esperamos que el alma nos alcance desde atrás, es decir, desde todo lo que ahora yace en el pasado. Realmente empero, no nos hemos bajado en absoluto pues es imposible ignorar la dirección de la historia. Sólo nos hemos bajado en la fantasía. En realidad Giegerich dice que hemos estado conduciendo durante cientos de años con nuestras espaldas vueltas contra la dirección de la locomoción. No sorprende entonces que deploremos nuestra alienación (28). La naturaleza, mythos, los dioses antiguos están realmente muertos. Y, como sabía Hölderlin, no sólo esta prohibido sino que también es imposible despertar los muertos. Creemos que todavía vivimos sobre la tierra, mientras que en verdad nuestra anima circula alrededor de la tierra en nuestros satélites en el frío y vacío espacio. En lugar de mirar de la tierra hacia el cielo, miramos nuestra tierra desde arriba. Giegerich no niega que nuestro sentido profundo de comunión con la naturaleza y nuestra apreciación de los tesoros culturales del pasado sean emociones humanas valiosas. Pero en tanto estos sentimiento no son más que romanticismo sentimental de la naturaleza y nostalgia por el mundo perdido del mito, tienen el efecto de una nana. Alimentan el engaño de que el pasado guarda verdades eternas, que la Madre Tierra es indestructible, que los viejos valores son estables. Sin embargo es claro que el aire y los océanos no se limpiarán, que los bosques destruidos por lluvias ácidas nunca volverán a crecer. Aparte de estas destrucciones ónticas (empíricas o físicas), la naturaleza ya hace mucho que ha sido destruida en su esencia ontológica. La actitud del hombre hacia el mundo como un todo ha cambiado radicalmente porque ha sido posible primeramente abandonar literal y físicamente la tierra, en segundo lugar, destruir la vida en la tierra, y hasta el mismo planeta-tierra.

Pese a todo esto todavía estamos inmersos en estados de mente medievales. En tanto deliberamos solemnemente acerca de auto-realización, una sociedad verdaderamente humana (amar al vecino), acerca de una naturaleza sana, etc., se invierten millones en la industrialización del armamento, el desarrollo de ordenadores y la exploración espacial. Nos arreglamos para convencernos de que la gente responsable de estos excesos son los represivos sustentadores del poder, los depredadores amos de la industria, los tecnócratas híbridos. En opinión de Giegerich, nuestras actitudes al respecto son completamente neuróticas. La mano derecha rehusa saber lo que hace la mano izquierda. Pero así como la mano izquierda es nuestra mano, así esta gente son nuestros amos de la industria y nuestros tecnócratas; son ellos los que llevan nuestra sombra por nosotros, de modo que nuestra conciencia pueda pretender ser inmaculada. Pertenecemos a los mismo tecnócratas a quienes despreciamos.

Hay un signo infalible respecto al verdadero lugar del alma: "Donde está tu tesoro, allí está tu corazón" (Mateo 6, 21). Donde se acumula el dinero, allí está el alma. Pues el alma, de acuerdo a los principios de la psicología arquetipal, no es la psique privada, no comprometida del individuo, sino el inconsciente real, colectivo, en el sentido de Jung, el mundo contemporáneo de imágenes arquetipales. No debiéramos confundirnos por el carácter aparentemente racional de la tecnología. La tecnología no es lo opuesto del instinto y la psique inconsciente, sino otro estilo de inconsciencia. No se trata de que nuestra consciencia se haya vuelto racionalista, calculadora y así sucesivamente; en efecto, aún está enredada en actitudes idealistas, nostálgicas, sentimentales. Lo que ha ocurrido es que la vida psíquica instintiva ha cambiado su lenguaje y su medio desde un estilo mítico a uno racionalista. La psique objetiva (colectiva) hoy está representada por la tecnología. La tecnología es nuestra naturaleza, nuestra nueva tierra, nuestro instinto, nuestro cuerpo, nuestra vida espiritual, nuestra vida simbólica.

Hillman ha observado agudamente que "la tecnología está maldita por nuestra idea mecánica de ella. Es la gran reprimida, lo inconsciente..." (29). Giegerich, por su parte, está convencido de que la tecnología es el nuevo lugar de los acontecimientos reales, factuales. Es aquí -en el mundo de la tecnología- que sopla el viento real, un pneuma poderoso de extraordinario dinamismo. Nuevamente, por tanto, el reconocimiento y la disculpa están atrasados; debemos admitir que la tecnología es "nuestro lugar de 'hacer alma', nuestra forma de opus alquímico y nuestro lugar de teofanía" (30).

En tanto la tecnología perdió su conexión con nuestra consciencia y nuestro desarrollo consciente, nuestra consciencia se alienó de la tecnología. Los científicos, condenados a los límites estrechos de la experimentación, han sido incapaces de darse cuenta de las verdaderas dimensiones de su empresa; no sabían que eran en efecto los encargados de la Encarnación y que la administración de la verdad cristiana les había sido encomendada junto con los administradores de la industria y el sistema de la publicidad.

Rechazamos conceder a la ciencia y la tecnología una realidad psicológica y teológica y luego -oh maravilla- nos sorprendemos de que sean sin alma y sin dios. Estamos doblemente alienados: primero, del mythos y la naturaleza porque la psique objetiva que previamente residía en estos reinos ha sido transferida a la tecnología; en segundo lugar, de la tecnología como nuestra naturaleza contemporánea y nuestra mitología porque hemos permanecido nostálgicamente vinculados a la naturaleza (31).

En un esfuerzo por clarificar lo que está en juego, Giegerich distingue entre lo que llama "la verdad del Domingo" y "la verdad del día laboral". Desde la perspectiva de la verdad del Domingo, la religión significa fe en el Jesús histórico como el Cristo, como "mi salvador personal". Aquí todo gira alrededor del hombre como persona, de su interior (ser interno), de sus sentimientos morales, su fe. En este enfoque, el hombre o la idea del hombre se vuelve psicológicamente el valor superior y proporciona el fundamento para el individualismo, la interioridad, etc., en síntesis, para la hybris de la consciencia (Jung lo llamaba "monoteísmo de la conciencia").

Los modos occidentales de pensar y experimentar se empinan en los precintos de la verdad del domingo; despreciamos la verdad del día laboral que sin embargo determina lo real, las circunstancias "básicas" de nuestra existencia. Nos permitimos el lujo de la libertad de ideas, es decir, el lujo de una Weltanschauung y religión subjetivas y arbitrarias donde lo que en realidad cuenta (y todos los sabemos secretamente) no es nuestro pensamiento ("nuestra opinión") sino lo que "nuestra conducta real piensa". Vivimos en dos planos; gastamos sumas colosales de dinero en "cultura" (teatro, restauraciones, conciertos, antigüedades) sin advertir que estas empresas culturales no afectan nuestras vidas reales porque pertenecen al compartimento "tiempo de ocio", que está completamente separado del compartimento "tiempo de trabajo" o el "mundo real".

Giegerich nos incita a reconocer que los valores del humanismo, libertad, individualismo (incluyendo la "individuación" junguiana) son "la falsedad de occidente". No somos hindúes que puedan encontrar la verdad en el Sí-Mismo (Atman) y para quienes es enteramente legítimo despreciar la materia y la realidad material. Lo que es verdad para los hindúes, para el occidente es una estancia en la neurosis de la mentira. La verdad occidental es la opuesta de la de India: es la Encarnación, un movimiento hacia la realidad exterior, concebido por Giegerich como la manifestación de la psique objetiva. La grandeza de occidente yace en la producción creciente de estructuras autónomas-anónimas, colectivas, objetivamente reales: física, tecnología, industria, multinacional, sociedad de consumo, publicidad, burocracia, estadística. A todos los propósitos prácticos esta es la dirección de la libido occidental y es en esta dirección que encontramos nuestra verdad, nuestro significado, nuestra anima. Empero, como vimos, el occidental parece incapaz o poco dispuesto a escoger entre la verdad de domingo y la verdad del día laboral. En tanto persista este tipo de paranoia, el cristianismo se ve forzado a permanecer irredento. Pues sólo la exteriorización, es decir, moverse sin reservas en la dirección de nuestra realidad colectiva y objetiva (la tecnología) puede ser la redención y la cura de la res religiosa cristiana.

La encarnación se cumple en la total exteriorización que, para Giegerich, es la crucifixión. La crucifixión es ella misma encarnación, completa inmersión en la realidad terrenal. Dios deja de existir: "Dios mío, dios mío por qué me has abandonado". Ahora Dios está plenamente encarnado y no hay escotilla de huida que ofrezca la esperanza de este anterior estadio metafísico pueda restablecerse. La resurrección no es el regreso de lo antiguo (el antiguo Dios) sino la resurrección del crucificado y sin Dios. En este sentido la resurrección, en lugar de hacer retrógrada la exteriorización, la sella. Dios no está muerto, continúa existiendo; sólo que en el evento de su Encarnación-Crucifixión ha cambiado su Gestalt y su sitio. Una vez más es como solían ser los dioses míticos -un Dios no metafísico intramundano. La única diferencia es que ya no reside en la naturaleza sino en el mundo artificial de la civilización tecnológica (la segunda naturaleza). En vistas de esto es flagrantemente injusto, nota Giegerich, referirse a nuestra civilización tecnológica como secular o atea. La tecnología no es el seculum sino, muy al contrario, civitas dei.

En verdad se puede decir que el cristianismo ha traído la plenitud de la gracia, siempre que no entendamos "gracia" en el sentido banal de bienestar personal (santificación), sino como la presencia real de Dios. Las cosas de la tecnología son la presencia empírica del Dios absoluto. Y nuestra era es la más cristiana porque promulga el cumplimiento de la verdad cristiana -la real encarnación de Dios. Visto desde la perspectiva del día de trabajo, el hombre occidental ha vivido de manera extremadamente piadosa; ha sido fiel (al Dios fabricado) casi hasta la muerte, si uno considera la amenaza de holocausto nuclear y la destrucción progresiva del entorno. Es como si el lema de la tecnificación fuera: fiat deus, sed pereat mundus.

Giegerich especula (a mi parecer de modo anhelante) que la transición de los Dioses naturales al Dios absoluto (reemplazo de la naturaleza por el mundo artificial de la tecnología) acaso no habría asumido tales proporciones literalmente catastróficas si la entrada del Logos preexistente en la servidumbre del día laboral hubiera sido acompañada por un movimiento similar por parte del Logos humano -el alma, el corazón, la consciencia. La humanidad occidental, el sumergirse plenamente en el mundo de la tecnología, habría encarado la realidad tecnológica no de un modo neurótico (no como el seculum) sino que, como la humanidad arcaica, hubiera encontrado su propio lugar en el medio mismo de esta realidad terrenal. Como resultado, la crucifixión hubiera sido seguida no sólo por la resurrección sino también por un descensus ad infernos (descenso en el reino de las sombras) y una ascensión al cielo. La nueva "tierra" artificial que fue producida por el cristianismo habría aparecido una vez más, infundida con imaginación y transparente al cielo. El cristianismo y el mundo técnico se habrían vuelto psicológicos y así habrían sido una vez más reconocidos como nuestra psique objetiva (anima mundi). En una palabra, sería un retorno del "animismo" -no sin embargo en su estadio prístino sino en la forma enteramente nueva de realidad tecnológica- como un tipo de nuevo primitivismo.

En conclusión, Giegerich insiste que no es suficiente usar la tecnología de un modo frugal, parsimonioso, así como no es efectivo practicar el amor cristiano al vecino en el lugar de trabajo y en el vecindario. Eso sería intentar dignificar la tecnología y el día de trabajo sólo desde la perspectiva del domingo. Un Logos realmente encarnado exige tributo real; su encarnación debe cumplirse -incluso hasta el Viernes Santo- también en nosotros (en nuestra consciencia). Esto significa que el Logos debe tomar su morada por debajo de la materia, debajo de las cosas de la tecnología; debe hallar en estas cosas el lugar de su verdad, su significado, su alma, su Dios. El Logos debe también abandonar la creencia en el Dios ultramundano así como en Cristo como "mi salvador personal". Pues sólo un completo entierro del alma (Logos) en la tecnología puede provocar la rehabilitación/redención de la sombra. (33)


Notas

1 LynnWhite Jr., "The historical roots of our ecological crisis", Science, 10 marzo 1967, vol. 115, número 3717, pp. 1205-1206

2 Ver Theodore Roszak, "Where the Wasteland Ends" (Garden City, N.Y.: Doubleday & Co, Inc., 1972) pp. 454-55

3 Wolfang Giegerich, "Die Rettung des Kindes oder die Entwendung der Zeit", Gorgo 5, 1981, p. 114. Trad. del autor.

4 Giegerich, "Das Begräbnis der Seele in die technische Zivilisation", Eranos Jahrbuch 1983, vol. 52, pp. 211-276. Mi artículo es esencialmente una paráfrasis del ensayo de Giegerich y no hago ningún intento de mezclar con ideas o de ser crítico. Además de "El entierro del alma" Giegerich es el autor de numerosas lecciones en el Instituto C. G. Jung de Stutgart así como en las Conferencias Eranos, Ascona, Suiza. El Dr. Giegerich recibió su formación universitaria en Würzburg y en Göttingen, Alemania, y en Berkeley, California. Fue profesor auxiliar de literatura alemana en la Universidad de Rugers de 1969-1972. Es editor de Gorgo, un diario que profundiza en el significado del terrorismo y en la actual crisis ecológica, vinculando estos temas a la imaginación a la pérdida del alma. Acaba de completar un libro importante titulado "Psicoanálisis de la bomba nuclear".

5 C. G. Jung, OC, 18 §279

6 Ver Jung, OC 11, § 211; § 250, 251; OC 9-I, § 195-197.

7 Giegerich, "La bomba Nuclear y el Destino de Dios", Spring 1985, p. 15

8 Jung, Recuerdos, sueños y pensamientos"; ver OC 18 § 688

9 Ver Giegerich, "Das Begräbnis der Seele", op. cit., pp. 223-26

10 ver. Ibid, pp. 233-334

11 Giegerich, "La bomba nuclear y el destino de Dios", op. cit, pp. 89

12 Ibid. pp. 910. Giegerich rastrea este desarrollo hasta la historia del becerro de oro en el Antiguo Testamento. Ver "La bomba nuclear y el destino de Dios", op. cit., pp. 127; ver Giegerich, "Busse für Philemon: Vertifun in das verdorbene Gastspiel der Götter" (Eranos Jahrbuch 1982, vol. 55, pp. 189-242)

13 Ver Giegerich, "Salvando la bomba nuclear" en Facing Apocalypse, ed. Valerie Andrew et al. (Dallas, Texas: Spring Publications, 1987) pp. 100 ss.

14 Ver James Hillman, "The Animal Kingdom y the Human Dream", Eranos Jahrbuch 1982, vol. 50

15 Ver Giegerich, "Das Begräbnis dere Seele", op. cit., pp 244-5. Giegerich distingue consistentemente entre "óntico" y "ontológico". "Óntico" se refiere a la realidades existentes, acontecimientos, conductas y en algunos contextos a los niveles empírico y literal de significado. "Ontológico" se refiere al Ser a los modos del Ser en que las entidades literales particulares pueden estar. Por momentos iguala "ontológico" con lo metafórico/arquetipal y lo imaginal (en contraste a lo imaginario). Por ejemplo, las cosas de la naturaleza, aunque puedan estar muy vivas ónticamente, pueden estar ontológicamente muertas desde el momento en que cesaron de ser la morada de dioses, ninfas, daimones, y se volvieron objetos de la física. Los objetos naturales están ontológicamente muerto cuando ya no tienen un brillo numinoso, una irradiación.

16 ver Ibid. pp. 245-57

17 Ver Ibid. pp. 249-50

18 Ver ibid. pp. 151-2

19 Jung OC,18. §625, §629

20 Ibid § 628

21 Giegerich, "The Nuclear Bomb and the Fate of God", op. cit., p. 17

22 Ibid. pp. 18-9

23 Ibid p. 20

24 Ver Giegerich, "Das Begräbnis der Seele", op. cit., pp. 255-56

25 Giegerich, "Hospitality Toward the Gods in an Ungodly Age", Spring 1984, p. 69

26 Giegerich,"Das Begräbnis der Seele", op. cit., 257-60

27 Ver Jung, Cartas III

28 Ver Giegerich, "Das Begräbnis der Seele", op. cit., p. 261

29 Hillman, "The Imagination of Air and the Collapse of Alchemy", Eranos Jahrbuch 1981, vol. 50, p. 327

30 Ver Giegerich, "Das Begräbnis der Seele", op. cit., pp. 262-65

31 Ver ibid. pp. 265-66

32 Ver ibid, pp. 267-71. En una comunicación personal Giegerich apunta que la "verdad de Domingo" y la "verdad de día laboral" pertenecen a dos niveles distintos. El nivel superior (la verdad de día laboral) no invalida completamente al nivel inferior (la verdad de domingo); sólo la relativiza. "Vivimos ahora en una realidad dividida, de dos niveles; la primera realidad es la de la psicología personal, la segunda la de la psicología colectiva o transpersonal... el hombre arcaico no tenía una psicología personal en el sentido en que nosotros la tenemos. Hoy es posible que tenamos dos verdades separadas, la de nuestra ciencia y la de nuestra fe o sentimiento. En tanto sabemos que nuestra fe o sentimiento son válidos sólo en el nivel de nuestra psicología personal, subjetiva, es auténtica" (Carta del 3 de octubre de 1986)

33 Ver Giegerich, "Das Begräbnis der Seele", op. cit., pp. 273-76