15.1.21

La medida apropiada de la humanidad es el hombre; la de la psicología, el alma

Pasaje de James Hillman, 'Re-imaginar la psicología' (1975), pp. 371-374.


Si he arremetido con fuerza contra el humanismo en la psicología ha sido para recordar la frontera que separa la psique de lo humano. La línea divisoria es sumamente fina, y nuestras nociones del hombre tienden a invadir la psique. El alma y sus aflicciones, sus emociones, sentimientos y distintas formas de amor, son ciertamente esenciales a la condición humana. Pero todos están condicionados arquetípicamente. No podemos llegar a un acuerdo con ellos en términos meramente humanos, personales, sin caer en sentimentalismos, moralismos y egocentrismos humanísticos. Hacer alma se convierte entonces en mejorar las relaciones humanas, mientras que la cuestión real del sentimiento -discriminar entre distintos arquetipos y relacionarse con ellos- es ignorada. El sentimentalismo humanístico ablanda y debilita nuestra sensibilidad hacia las realidades arquetípicas y vuelve miope nuestra percepción, centrándola sólo en nosotros mismos y en el vecino. 

Además, la creación de alma se falsifica. El alma se hace en el valle del mundo, como escribió románticamente Keats. Pero no es ese valle; no es ese mundo. Hacer alma tampoco se propone directamente mejorar a las personas en la sociedad. Tales fenómenos, si es que ocurren, son productos secundarios, resultado de la re-imaginación y la «animización» del mundo. La senda de la psicología profunda sigue siendo la psique individual. La «izquierda» freudiana orientada a la psicología profunda de lo social y lo cultural trabaja en el mundo y en el valle, literalizados en el gueto como residencia del alma más que como el lugar de su creación.

Hacer alma es también distinto de la mejora de la personalidad. La noción de desarrollo de la personalidad se centra en el hombre y en el incremento de sus posibilidades, y aquí los ideales de crecimiento, recursos y creatividad humanos vuelven a ligar el alma al movimiento de los sentimientos dentro del horizonte humano.

Todas las áreas del sentimiento pierden importancia cuando el hombre se convierte en la medida, cuando el sentimiento pasa a ser sólo un problema que es preciso resolver y a partir del cual crecer. El sentimiento que es sólo una función humana pierde su capacidad de reflejar la psique más allá de lo humano, hacia los paraderos ignotos del alma. Por tanto, es necesario deshumanizar, despersonalizar y des-moralizar la psique para ahondar en el significado de sus experiencias humanas más allá de la medida del hombre. 

Desde los tiempos de Aristóteles, la esencia del hombre se ha definido mediante su primer motor: el alma. En nuestra tradición, la esencia de la psique no es el hombre, pues el primer motor del alma se expresa mediante una fantasía de poderes transhumanos. Por eso, comenzar por el hombre es comenzar al revés. Dicho de un modo más lógico: lo humano es necesario para la psicología, pero no es suficiente.

La insuficiencia del enfoque humanístico se revela más gravemente en la reducción de los grandes fenómenos transpersonales a dinámicas personales: los mitos son productos humanos. Este malentendido acerca del mito nace en los comienzos del humanismo con Protágoras, el sofista (a quien se atribuye la frase «el hombre es la medida de todas las cosas»), pasa por la alegorización de los mitos como lecciones humanísticas durante la Ilustración y muere con el existencialismo humanístico de Sartre. Tanto ha preocupado al humanismo la despotenciación del mito que ha llegado a convertirse en su definición: la psicología del humanismo es el mito del hombre sin mitos. 

Los mitos que modelan las vidas humanas se convierten, con el humanismo, en instrumentos que la mente inventa para explicarse a sí misma. La «otredad» inherente al mito en un reino imaginal distinto, la espontaneidad creativa de estas historias y el hecho de que son historias de dioses y de sus actividades con los humanos, todo ello se convierte en algo inventado por el hombre. Perdemos la experiencia de su realidad primordial y de nosotros mismos al pasar a través de ellos, al ser vividos por ellos, y olvidamos que «los mitos se comunican entre sí a través de los hombres sin que éstos sean conscientes de este hecho». 

Como ha señalado el perspicaz filósofo Charles Hartshorne, la emergencia del humanismo se corresponde con «el hundimiento del animismo primitivo, que es la forma mitológica de la afinidad del hombre con la naturaleza». Al margen de que tal cosa sea o no históricamente demostrable, la fantasía de una relación compensatoria entre el humanismo y el pensamiento mítico personificado es precisamente lo que aquí nos interesa. La pérdida del sentido mítico y, por tanto, del sentido de los dioses, comienza pues con Protágoras, el prototipo de humanista, para quien «el pensamiento domina por completo el mito». El mito se convierte en un modo de referir las actividades mentales humanas, en una alegoría de nuestra psicodinámica; el pensamiento moldea el mito a su antojo. Allí donde la psicología arquetípica ve a Hércules o a Edipo llevando mi alma a representar y satisfacer un modelo mítico, el humanismo desmitologizador me ve creando a Hércules o a Edipo a partir de mi psicodinámica personal. Desde esta perspectiva, los mitos instruyen al hombre acerca del hombre, y no acerca de los dioses.

Este tipo de visión desmitologizada conduce directamente al humanismo de nuestro tiempo. «El existencialismo no es más que un intento de sacar todas las conclusiones posibles a partir de una posición atea consistente», dice Sartre. Pero los dioses regresan, querámoslo o no, bajo la máscara de la centricidad del hombre heroico, se infiltran en la estructura de la propia conciencia humanística, de sus ideales, de sus formulaciones acerca de la responsabilidad que el hombre lleva sobre los hombros y de las elecciones del ego que crean la existencia.