30.7.09

Serenidad

Por Martin Heidegger.

Traducción de Yves Zimmermann, Ediciones del Serbal, Barcelona, 1994.

Transcripción del discurso pronunciado el 30 de octubre de 1955 en Meßkirch, con ocasión de las festividades para el 175 aniversario del compositor Conradin Kreutzer. Tratándose de una ocasión conmemorativa, Heidegger juega con las palabras “celebración rememorante” y “pensamiento” y aprovecha este discurso para exponer algunas reflexiones sobre la condición actual del pensamiento, en medio del mundo altamente tecnificado que vivimos. Hay que prestar una atención especial a la distinción entre pensamiento calculador y pensamiento reflexivo (reflexión meditativa). Además es importante destacar cómo entiende Heidegger la Serenidad y el Arraigo. Siendo “lassen” un verbo alemán que significa “dejar”, “abandonar”, y “gelassen” el participio que corresponde a “dejado” o “abandonado”, la expresión “Gelassenheit” -que significa usalmente “serenidad”- puede también traducirse como “dejidad”o “dejar ser”.


Serenidad (Gelassenheit)

La primera palabra que me permito decir públicamente en mi ciudad natal sólo puede ser una palabra de agradecimiento.

Agradezco a mi país natal todo lo que me ha dado en un largo camino. He intentado exponer en qué consisten estas dotes en unas pocas páginas que aparecieron por vez primera bajo el título de El camino de campo en el año 1949 para conmemorar el centenario de la muerte de Conradin Kreutzer. Agradezco al Señor Alcalde Schühle su cálida salutación. Y agradezco además particularmente la agradable tarea de pronunciar una alocución conmemorativa con ocasión de la celebración de hoy.

¡Distinguidos invitados!

¡Queridos paisanos!

Estamos reunidos para conmemorar a nuestro paisano, el compositor Conradin Kreutzer. Cuando queremos celebrar a uno de estos hombres que ha sido llamado para crear obras, debemos en primer lugar rendir a la obra el homenaje debido. En el caso de un músico esto sucede cuando llevamos a resonar las obras de su arte.

Desde la obra de Conradin Kreutzer suenan hoy el canto y el coro, la ópera y la música de cámara. En estos sonidos está presente el artista mismo, pues la presencia del maestro en la obra es la única auténtica. Cuanto más grande el maestro tanto más puramente desaparece su persona detrás de la obra.

Los músicos y los cantantes que participan en la celebración de hoy garantizan que la obra de Conradin Kreutzer resuene para nosotros en este día.

¿Pero es la celebración ya por ello una celebración conmemorativa (Gedenkfeier)? Una celebración conmemorativa exige que pensemos (denken). Con todo, ¿qué pensar y qué decir en una celebración conmemorativa dedicada a un compositor? ¿No se caracteriza la música por el hecho de que «habla» ya por la mera sonancia de sus sonidos de modo que no precisa del habla común, del habla de la palabra? Así se dice. Pese a todo, la pregunta persiste: ¿es la celebración con música y canto ya por esto una celebración conmemorativa, una celebración donde pensamos? Presumiblemente no lo es. Por eso los organizadores han incluido una «alocución conmemorativa» en el programa. Debe ayudarnos a pensar especialmente en el compositor homenajeado y en su obra. Esta conmemoración se hace viva desde el momento en que recordamos nuevamente la vida de Conradin Kreutzer y enumeramos y describimos sus obras. Por obra de esta narración podemos hacer la experiencia de bien de cosas, unas, felices y tristes, otras, instructivas y dignas de imitación. Pero en el fondo, con semejantes palabras sólo nos dejamos entretener. No es en absoluto necesario pensar cuando las escuchamos, esto es, meditar acerca de algo que a cada uno de nosotros nos concierne directamente y en cada momento en su esencia. Por esto, incluso una alocución conmemorativa no asegura todavía que una celebración conmemorativa sea, para nosotros, una ocasión de pensar.

No nos hagamos ilusiones. Todos nosotros, incluso aquellos que, por así decirlo, son profesionales del pensar, todos somos, con mucha frecuencia, pobres de pensamiento (gedanken-arm); estamos todos con demasiada facilidad faltos de pensamiento (gedanken-los). La falta de pensamiento es un huésped inquietante que en el mundo de hoy entra y sale de todas partes. Porque hoy en día se toma noticia de todo por el camino más rápido y económico y se olvida en el mismo instante con la misma rapidez. Así, un acto público sigue a otro. Las celebraciones conmemorativas son cada vez más pobres de pensamiento. Celebración conmemorativa (Gedenkfeier) y falta de pensamiento (Gedankenlosigkeit) se encuentran y concuerdan perfectamente.

Sin embargo, cuando somos faltos de pensamiento no renunciamos a nuestra capacidad de pensar. La usamos incluso necesariamente, aunque de manera extraña, de modo que en la falta de pensamiento dejamos yerma nuestra capacidad de pensar. Con todo, sólo puede ser yermo aquello que en sí es base para el crecimiento, como, por ejemplo, un campo. Una autopista, en la que no crece nada, tampoco puede ser nunca un campo yermo. Del mismo modo que solamente podemos llegar a ser sordos porque somos oyentes y del mismo modo que únicamente llegamos a ser viejos porque éramos jóvenes, por eso mismo también únicamente podemos llegar a ser pobres e incluso faltos de pensamiento porque el hombre, en el fondo de su esencia, posee la capacidad de pensar, «espíritu y entendimiento», y que está destinado y determinado a pensar. Solamente aquello que poseemos con conocimiento o sin él podemos también perderlo o, como se dice, desembarazarnos de ello.

La creciente falta de pensamiento reside así en un proceso que consume la médula misma del hombre contemporáneo: su huida ante el pensar. Esta huida ante el pensar es la razón de la falta de pensamiento. Esta huida ante el pensar va a la par del hecho de que el hombre no la quiere ver ni admitir. El hombre de hoy negará incluso rotundamente esta huida ante el pensar. Afirmará lo contrario. Dirá - y esto con todo derecho - que nunca en ningún momento se han realizado planes tan vastos, estudios tan variados, investigaciones tan apasionadas como hoy en día. Ciertamente. Este esfuerzo de sagacidad y deliberación tiene su utilidad, y grande. Un pensar de este tipo es imprescindible. Pero también sigue siendo cierto que éste es un pensar de tipo peculiar.

Su peculiaridad consiste en que cuando planificamos, investigamos, organizamos una empresa, contamos ya siempre con circunstancias dadas. Las tomamos en cuenta con la calculada intención de unas finalidades determinadas. Contamos de antemano con determinados resultados. Este cálculo caracteriza a todo pensar planificador e investigador. Semejante pensar sigue siendo cálculo aun cuando no opere con números ni ponga en movimiento máquinas de sumar ni calculadoras electrónicas. El pensamiento que cuenta, calcula; calcula posibilidades continuamente nuevas, con perspectivas cada vez más ricas y a la vez más económicas. El pensamiento calculador corre de una suerte a la siguiente, sin detenerse nunca ni pararse a meditar. El pensar calculador no es un pensar meditativo; no es un pensar que piense en pos del sentido que impera en todo cuanto es.

Hay así dos tipos de pensar, cada uno de los cuales es, a su vez y a su manera, justificado y necesario: el pensar calculador y la reflexión meditativa.

Es a esta última a la que nos referimos cuando decimos que el hombre de hoy huye ante el pensar. De todos modos, se replica, la mera reflexión no se percata de que está en las nubes, por encima de la realidad. Pierde pie. No tiene utilidad para acometer los asuntos corrientes. No aporta beneficio a las realizaciones de orden práctico.

Y, se añade finalmente, la mera reflexión, la meditación perseverante, es demasiado «elevada» para el entendimiento común. De esta evasiva sólo es cierto que el pensar meditativo se da tan poco espontáneamente como el pensar calculador. El pensar meditativo exige a veces un esfuerzo superior. Exige un largo entrenamiento. Requiere cuidados aún más delicados que cualquier otro oficio auténtico. Pero también, como el campesino, debe saber esperar a que brote la semilla y llegue a madurar.

Por otra parte, cada uno de nosotros puede, a su modo y dentro de sus límites, seguir los caminos de la reflexión. ¿Por qué? Porque el hombre es el ser pensante, esto es, meditante. Así que no necesitamos de ningún modo una reflexión «elevada». Es suficiente que nos demoremos junto a lo próximo y que meditemos acerca de lo más próximo: acerca de lo que concierne a cada uno de nosotros aquí y ahora; aquí: en este rincón de la tierra natal; ahora: en la hora presente del acontecer mundial.

En el caso de que nos hallemos dispuestos a meditar, ¿qué es lo que nos sugiere esta celebración? Observaremos entonces que en este caso ha florecido una obra de arte de la tierra natal. Si reflexionamos sobre este simple hecho, pararemos mientes de inmediato en el hecho de que la tierra suaba ha dado a luz grandes poetas y pensadores durante el siglo pasado y el anterior. Pensándolo bien, se ve enseguida que la Alemania Central también ha sido en este sentido una tierra fértil, lo mismo que la Prusia Oriental, Silesia y Bohemia.

Nos tornamos pensativos y preguntamos: ¿no depende el florecimiento de una obra cabal del arraigo a un suelo natal? Johann Peter Hebel escribió una vez: «Somos plantas - nos guste o no admitirlo - que deben salir con las raíces de la tierra para poder florecer en el éter y dar fruto.» (Obras, ed. Altwegg, III, 314).

El poeta quiere decir: para que florezca verdaderamente alegre y saludable la obra humana, el hombre debe poderse elevar desde la profundidad de la tierra natal al éter. Éter significa aquí: el aire libre del cielo alto, la abierta región del espíritu.

Nos volvemos aún más pensativos y preguntamos: ¿qué hay, hoy en día, de esto que dice Johann Peter Hebel? ¿Se da todavía ese apacible habitar del hombre entre cielo y tierra? ¿Aún prevalece el espíritu meditativo en el país? ¿Hay todavía tierra natal de fecundas raíces sobre cuyo suelo pueda el hombre asentarse y tener así arraigo?

Muchos alemanes han perdido su tierra natal, tuvieron que abandonar sus pueblos y ciudades, expulsados del suelo natal. Otros muchos, cuya tierra natal les fue salvada, emigraron sin embargo y fueron atrapados en el ajetreo de las grandes ciudades, obligados a establecerse en el desierto de los barrios industriales. Se volvieron extraños a la vieja tierra natal. ¿Y los que permanecieron en ella? En muchos aspectos están aún más desarraigados que los exiliados. Cada día, a todas horas están hechizados por la radio y la televisión. Semana tras semana las películas los arrebatan a ámbitos insólitos para el común sentir, pero que con frecuencia son bien ordinarios y simulan un mundo que no es mundo alguno. En todas partes están a mano las revistas ilustradas. Todo esto con que los modernos instrumentos técnicos de información estimulan, asaltan y agitan hora tras hora al hombre - todo esto le resulta hoy más próximo que el propio campo en torno al caserío; más próximo que el cielo sobre la tierra; más próximo que el paso, hora tras hora, del día a la noche; más próximo que la usanza y las costumbres del pueblo; más próximo que la tradición del mundo en que ha nacido.

Nos tornamos más pensativos y preguntamos: ¿qué sucede aquí, lo mismo entre los que fueron expulsados de su tierra natal que entre los que permanecieron en ella? Respuesta: el arraigo del hombre de hoy está amenazado en su ser más íntimo. Aún más: la pérdida de arraigo no viene simplemente causada por las circunstancias externas y el destino, ni tampoco reside sólo en la negligencia y la superficialidad del modo de vida de los hombres. La pérdida de arraigo procede del espíritu de la época en la que a todos nos ha tocado nacer.

Nos volvemos aún más pensativos y preguntamos: ¿Si esto es así, puede el hombre, puede en el futuro una obra humana todavía prosperar desde una fértil tierra natal y elevarse al éter, esto es, a la amplitud del cielo y del espíritu? ¿O es que todo irá a parar a la tenaza de la planificación y computación, de la organización y de la empresa automatizada?

Si intentamos meditar lo que la celebración de hoy nos sugiere, observaremos que nuestra época se ve amenazada por la pérdida de arraigo. Y preguntamos: ¿qué acontece propiamente en esta época?, ¿qué es lo que la caracteriza?

La época que ahora comienza se denomina últimamente la era atómica. Su característica más llamativa es la bomba atómica. Pero este signo es bien superficial, pues enseguida se ha caído en la cuenta de que la energía atómica podía ser también provechosa para fines pacíficos. Por eso, hoy la física atómica y sus técnicos están en todas partes haciendo efectivo el aprovechamiento pacífico de la energía atómica mediante planificaciones de amplio alcance. Los grandes consorcios industriales de los países influyentes, a su cabeza Inglaterra, han calculado ya que la energía atómica puede llegar a ser un negocio gigantesco. Se mira al negocio atómico como la nueva felicidad. La ciencia atómica no se mantiene al margen. Proclama públicamente esta felicidad. Así, en el mes de julio de este año, dieciocho titulares del premio Nobel reunidos en la isla de Mainau han declarado literalmente en un manifiesto: «La ciencia - o sea, aquí, la ciencia natural moderna - es un camino que conduce a una vida humana más feliz.»

¿Qué hay de esta afirmación? ¿Nace de una meditación? ¿Piensa alguna vez en pos del sentido de la era atómica? No. En el caso de que nos dejemos satisfacer por la citada afirmación respecto a la ciencia, permaneceremos todo lo posiblemente alejados de una meditación acerca de la época presente. ¿Por qué? Porque olvidamos reflexionar. Porque olvidamos preguntar: ¿A qué se debe que la técnica científica haya podido descubrir y poner en libertad nuevas energías naturales?

Se debe a que, desde hace algunos siglos, tiene lugar una revolución en todas las representaciones cardinales. Al hombre se le traslada así a otra realidad. Esta revolución radical de nuestro modo de ver el mundo se lleva a cabo en la filosofía moderna. De ahí nace una posición totalmente nueva del hombre en el mundo y respecto al mundo. Ahora el mundo aparece como un objeto al que el pensamiento calculador dirige sus ataques y a los que ya nada debe poder resistir. La naturaleza se convierte así en una única estación gigantesca de gasolina, en fuente de energía para la técnica y la industria modernas. Esta relación fundamentalmente técnica del hombre para con el mundo como totalidad se desarrolló primeramente en el siglo XVII, y además en Europa y sólo en ella. Permaneció durante mucho tiempo desconocida para las demás partes de la tierra. Fue del todo extraña a las anteriores épocas y destinos de los pueblos.

El poder oculto en la técnica moderna determina la relación del hombre con lo que es. Este poder domina la Tierra entera. El hombre comienza ya a alejarse de ella para penetrar en el espacio cósmico. En apenas dos decenios se han conocido tan gigantescas fuentes atómicas, que en un futuro previsible la demanda mundial de energía de cualquier clase quedará cubierta para siempre. El suministro inmediato de las nuevas energías ya no dependerá de determinados países o continentes, como es el caso del carbón, del petróleo y la madera de los bosques. En un tiempo previsible se podrán construir centrales nucleares en cada lugar de la tierra.

Así, la pregunta fundamental de la ciencia y de la técnica contemporáneas no reza ya: ¿de dónde se obtendrán las cantidades suficientes de carburante y combustible? La pregunta decisiva es ahora: ¿de qué modo podremos dominar y dirigir las inimaginables magnitudes de energía atómica y asegurarle así a la humanidad que estas energías gigantescas no vayan de pronto - aun sin acciones guerreras - a explotar en algún lugar y aniquilarlo todo?

Si se logra el dominio sobre la energía atómica, y se logrará, comenzará entonces un desarrollo enteramente nuevo del mundo técnico. Lo que hoy conocemos como técnica cinematográfica y televisiva; como técnica del tráfico, especialmente la técnica aérea; como técnica de noticias; como técnica médica; como técnica de medios de nutrición, re­presenta, presumiblemente, tan sólo un tosco estado inicial. Nadie puede prever las radicales transformaciones que se avecinan. Pero el desarrollo de la técnica se efectuará cada vez con mayor velocidad y no podrá ser detenido en parte alguna. En todas las regiones de la existencia el hombre estará cada vez más estrechamente cercado por las fuerzas de los aparatos técnicos y de los autómatas. Los poderes que en todas partes y a todas horas retan, encadenan, arrastran y acosan al hombre bajo alguna forma de utillaje o instalación técnica, estos poderes hace ya tiempo que han desbordado la voluntad y capacidad de decisión humana porque no han sido hechos por el hombre.

Pero también es característico del nuevo modo en que se da el mundo técnico el hecho de que sus logros sean conocidos y públicamente admirados por el camino más rápido. Así, hoy todo el mundo puede leer lo que se dice sobre el mundo técnico en cualquier revista llevada con competencia, o puede oírlo por la radio. Pero... una cosa es haber oído o leído algo, esto es, tener meramente noticia de ello y otra cosa es reconocer lo oído o lo leído, es decir, pararse a pensarlo.

En el verano de este año de 1955 volvió a tener lugar de nuevo en Lindau el encuentro internacional de los premios Nobel. En esta ocasión, el químico norteamericano Stanley dijo lo siguiente: «Se acerca la hora en que la vida estará puesta en manos del químico, que podrá descomponer o construir, o bien modificar la sustancia vital a su arbitrio.» Se toma nota de semejante declaración. Se admira incluso la audacia de la investigación científica y no se piensa nada al respecto. Nadie se para a pensar en el hecho de que aquí se está preparando, con los medios de la técnica, una agresión contra la vida y la esencia del ser humano, una agresión comparada con la cual bien poco significa la explosión de la bomba de hidrógeno. Porque precisamente cuando las bombas de hidrógeno no exploten y la vida humana sobre la Tierra esté salvaguardada será cuando, junto con la era atómica, se suscitará una inquietante transformación del mundo.

Lo verdaderamente inquietante, con todo, no es que el mundo se tecnifique enteramente. Mucho más inquietante es que el ser humano no esté preparado para esta transformación universal; que aún no logremos enfrentar meditativamente lo que propiamente se avecina en esta época.

Ningún individuo, ningún grupo humano ni comisión, aunque sea de eminentes hombres de estado, investigadores y técnicos, ninguna conferencia de directivos de la economía y la industria pueden ni frenar ni encauzar siquiera el proceso histórico de la era atómica. Ninguna organización exclusivamente humana es capaz de hacerse con el dominio sobre la época.

Así, el hombre de la era atómica se vería librado, tan indefenso como desconcertado, a la irresistible prepotencia de la técnica. Y efectivamente lo estaría si el hombre de hoy desistiera de poner en juego, un juego decisivo, el pensar meditativo frente al pensar meramente calculador. Pero, una vez despierto, el pensar meditativo debe obrar sin tregua, aun en las ocasiones más insignificantes; por tanto, también aquí y ahora, y precisamente con ocasión de esta celebración conmemorativa. Ella nos da que pensar algo particularmente amenazado en la era atómica: el arraigo de las obras humanas.

Por eso preguntamos ahora: Si incluso el viejo arraigo se está perdiendo, ¿no podrán serle obsequiado al hombre un nuevo suelo y fundamento a partir de los que su ser y todas sus obras puedan florecer de un modo nuevo, incluso dentro de la era atómica?

¿Cuáles serían el suelo y el fundamento para un arraigo venidero? Lo que buscamos con esta pregunta tal vez se halla muy próximo; tan próximo que lo más fácil es no advertirlo. Porque para nosotros, los hombres, el camino a lo próximo es siempre el más lejano y por ello el más arduo. Este camino es el camino de la reflexión. El pensamiento meditativo requiere de nosotros que no nos quedemos atrapados unilateralmente en una representación, que no sigamos corriendo por una vía única en una sola dirección. El pensamiento meditativo requiere de nosotros que nos comprometamos en algo que, a primera vista, no parece que de suyo nos afecte.

Hagamos la prueba. Para todos nosotros, las instalaciones, aparatos y máquinas del mundo técnico son hoy indispensables, para unos en mayor y para otros en menor medida. Sería necio arremeter ciegamente contra el mundo técnico. Sería miope querer condenar el mundo técnico como obra del diablo. Dependemos de los objetos técnicos; nos desafían incluso a su constante perfeccionamiento. Sin darnos cuenta, sin embargo, nos encontramos tan atados a los objetos técnicos, que caemos en relación de servidumbre con ellos.

Pero también podemos hacer otra cosa. Podemos usar los objetos técnicos, servirnos de ellos de forma apropiada, pero manteniéndonos a la vez tan libres de ellos que en todo momento podamos desembarazarnos de ellos. Podemos usar los objetos tal como deben ser aceptados. Pero podemos, al mismo tiempo, dejar que estos objetos descansen en sí, como algo que en lo más íntimo y propio de nosotros mismos no nos concierne. Podemos decir «sí» al inevitable uso de los objetos técnicos y podemos a la vez decirles «no» en la medida en que rehusamos que nos requieran de modo tan exclusivo, que dobleguen, confundan y, finalmente, devasten nuestra esencia.

Pero si decimos simultáneamente «sí» y «no» a los objetos técnicos, ¿no se convertirá nuestra relación con el mundo técnico en equívoca e insegura? Todo lo contrario. Nuestra relación con el mundo técnico se hace maravillosamente simple y apacible. Dejamos entrar a los objetos técnicos en nuestro mundo cotidiano y, al mismo tiempo, los mantenemos fuera, o sea, los dejamos descansar en sí mismos como cosas que no son algo absoluto, sino que dependen ellas mismas de algo superior. Quisiera denominar esta actitud que dice simultáneamente «sí» y «no» al mundo técnico con una antigua palabra: la Serenidad (Dejidad: Gelassenheit) para con las cosas.

Con esta actitud dejamos de ver las cosas tan sólo desde una perspectiva técnica. Ahora empezamos a ver claro y a notar que la fabricación y utilización de máquinas requiere de nosotros otra relación con las cosas que, de todos modos, no está desprovista de sentido (sinn-los). Así, por ejemplo, la agricultura y la agronomía se convierten en industria alimenticia motorizada. Es cierto que aquí - así como en otros ámbitos - se opera un profundo viraje en la relación del hombre con la naturaleza y el mundo. Pero el sentido que impera en este viraje es cosa que permanece oscura.

Rige así en todos los procesos técnicos un sentido que reclama para sí el obrar y la abstención humanas (Tun und Lassen), un sentido no inventado ni hecho primeramente por el hombre. No sabemos qué significación atribuir al incremento inquietante del dominio de la técnica atómica. El sentido del mundo técnico se oculta. Ahora bien, si atendemos, continuamente y en lo propio, al hecho de que por todas partes nos alcanza un sentido oculto del mundo técnico, nos hallaremos al punto en el ámbito de lo que se nos oculta y que, además, se oculta en la medida en que viene precisamente a nuestro encuentro. Lo que así se muestra y al mismo tiempo se retira es el rasgo fundamental de lo que denominamos misterio. Denomino la actitud por la que nos mantenemos abiertos al sentido oculto del mundo técnico la apertura al misterio.

La Serenidad para con las cosas y la apertura al misterio se pertenecen la una a la otra. Nos hacen posible residir en el mundo de un modo muy distinto. Nos prometen un nuevo suelo y fundamento sobre los que mantenernos y subsistir, estando en el mundo técnico pero al abrigo de su amenaza.

La Serenidad para con las cosas y la apertura al misterio nos abren la perspectiva hacia un nuevo arraigo. Algún día, éste podría incluso llegar a ser apropiado para hacer revivir, en figura mudada, el antiguo arraigo que tan rápidamente se desvanece.

De momento, sin embargo - no sabemos por cuánto tiempo - el hombre se encuentra en una situación peligrosa en esta tierra. ¿Por qué? ¿Sólo porque podría de pronto estallar una tercera guerra mundial que tuviera como consecuencia la aniquilación completa de la humanidad y la destrucción de la tierra? No. Al iniciarse la era atómica es un peligro mucho mayor el que amenaza, precisamente tras haberse descartado la amenaza de una tercera guerra mundial. ¡Extraña afirmación! Extraña, sin duda, pero solamente mientras no reflexionemos sobre su sentido.

¿En qué medida es válida la frase anterior? Es válida en cuanto que la revolución de la técnica que se avecina en la era atómica pudiera fascinar al hombre, hechizarlo, deslumbrarlo y cegarlo de tal modo, que un día el pensar calculador pudiera llegar a ser el único válido y practicado.

¿Qué gran peligro se avecinaría entonces? Entonces, junto a la más alta y eficiente sagacidad del cálculo que planifica e inventa, coincidiría la indiferencia hacia el pensar reflexivo, una total ausencia de pensamiento. ¿Y entonces? Entonces el hombre habría negado y arrojado de sí lo que tiene de más propio, a saber: que es un ser que reflexiona. Por ello hay que salvaguardar esta esencia del hombre. Por ello hay que mantener despierto el pensar reflexivo.

Sólo que la Serenidad para con las cosas y la apertura al misterio no nos caen nunca del cielo. No acaecen (Zu-fälliges) fortuitamente. Ambas sólo crecen desde un pensar incesante y vigoroso.

Tal vez la celebración conmemorativa de hoy sea un impulso a ello. Cuando respondemos a su pulso, pensamos entonces en Conradin Kreutzer, al pensar en la proveniencia de su obra, en la savia vital de la tierra natal, Heuberg. Y somos nosotros los que así pensamos cuando, aquí y ahora, nos sabemos los hombres que deben encontrar y preparar el camino a la era atómica, a través y fuera de ella.

Cuando se despierte en nosotros la Serenidad para con las cosas y la apertura al misterio, entonces podremos esperar llegar a un camino que conduzca a un nuevo suelo y fundamento. En este fundamento la creación de obras duraderas podría echar nuevas raíces.

Así, de una manera cambiada y en una época modificada, podría nuevamente ser verdad lo que dice Johann Peter Hebel:

«Somos plantas - nos guste o no admitirlo - que deben salir con las raíces de la tierra para poder florecer en el éter y dar fruto.